lunes, 5 de octubre de 2015

(No) escribir

Para escribir se necesita escribir. Punto. Un poco primero, para desentumirse e ir recuperando la gracia, la flexibilidad (¿alguna vez las hubo?), de manera constante después. No hay que dejar que el miedo nos crispe las manos. Hay que escribir. Escribir, por ejemplo, sobre por qué no podemos escribir:

¿Por qué no puedo escribir?
No puedo escribir porque mis dedos se endurecieron y mis manos, esas manos metafísicas que crecían, como guantes, sobre estas manos reales (esta carne reventada en diez jirones), se cayeron. Pedazo a pedazo, falanges, falanginas y falangetas se fueron deshojando, cayéndose secas en el suelo. Ahora estoy amputada y el miembro fantasma a veces pica y pide que lo mueva. Lo que ocurre entonces es un dolor, una vergüenza paralizante: las manos, las de carne, no saben escribir, Tropiezan estúpidas entre las palabras, se enreda una en la otra en una artritis tristísima y pareciera que esa penosa coreografía sólo escuece más a las otras manos, a las necrosadas.

Para escribir se necesita escribir. Pero no sólo eso.

sábado, 26 de abril de 2014

Aves

Mi gusto por las aves viene, como casi cualquier gusto, de un montón de coincidencias. Hace unos seis años, tratando de esquivar como fuera posible una clase de matemáticas o de física o de alguna de esas ciencias precisas y pulcras que me congestionan el cerebro sólo pensando en ellas, tomé un curso de muy básica ornitología. "Estudio general de ciencias", aparece en la boleta; sin embargo, el nombre del curso era mucho más, digamos, colorido: "Aves sudamericanas".

En la primera clase el profesor preguntó al grupo (consistente en su totalidad de extranjeros) por las aves que había en nuestras ciudades de origen. Cuando llegó a mí, que estaba ahí para librar las fórmulas matemáticas, las calculadoras científicas, sólo atiné a decir que yo únicamente veía gorriones y palomas, uno que otro cuervo, tal vez. Se río.

Cuando volví a México, después de aquel semestre y después de aquel curso tan inusual y tan divertido (incluía viajes para hacer observación y salidas de campo, entre otras amenidades. Recuerdo, por ejemplo, a una calandria entrando al salón de clase porque reproducimos un llamado a buen volumen, un viaje a la provincia de Entre Ríos en una combi que deteníamos a cada momento para pararnos ahí, a orillas de la carretera, con nuestros binoculares a ver las aves zancudas, los cormoranes chapoteantes.), me di cuenta que aquella risa tenía motivo: como por arte de magia esos gorriones, esas palomas, esos cuervos que veía en todas las aves adquirieron formas asombrosas y novísimas. También adquirieron nombres: cardenales, zanates, tordos, boyeros, petirrojos, torcazas, estorninos, golondrinas, cenzontles.

Eso es lo que me gusta de las aves: cómo, aunque estuvieron todo el tiempo trinando sobre los árboles bajo los cuales caminé, picoteando la tierra que tenía en frente o tomando el sol en los cables de luz de mi cuadra, se me mantuvieron ocultas, secretas, ajenas, disfrazadas de lo mismo: de pájaro genérico. Eso que siempre estuvo ahí y que tardé tanto en notar. Eso que, en cuanto empecé a ver con interés y calma, se me presentó como un descubrimiento, como una novedad. Me gusta la alegoría cursilona y fácil que podría haber detrás.

Haciendo a un lado los lugares comunes, ese discurso sobre las aves y su libertad (¿Es, en realidad, ese impulso migratorio que las hace ir y venir, ir y venir, ir y venir, libertad? Quién sabe.) o aquel sobre sus bellísimos y melodiosos trinos (¡Oh, la avestruz llora desolada en silencio, se avergüenza de su mutismo, no sabe dónde meter la cara, la cabeza!), creo que esas bestias, esas máquinas perfectas, anatómicamente económicas, con sus modos que aún recuerdan, a ratos, a sus abuelos dinosaurios, se merecen que nos detengamos un momento; nos acerquemos con cautela, tratando de no quebrar ninguna rama, de no pisar hojas secas, de no hacer ningún movimiento brusco; las veamos con detenimiento y descubramos que el cielo no lo navegan únicamente gorriones, cuervos y palomas.  

 

miércoles, 30 de octubre de 2013

Túneles

Usemos una metáfora fácil: un túnel. Cuando era niña y pasaba por un túnel contenía la respiración hasta atravesarlo por completo. Todavía lo hago a veces. Hay túneles más largos que otros y, casi siempre, desconocía la longitud del túnel que atravesaba; el esfuerzo que implicaría contener la respiración al cruzarlo.
Esto es algo similar. Esto que llamo “esto” para no decirle “depresión” o “bajoneo” o como sea. Esto que llamo “esto” porque lo tengo aquí, creciéndome en el esqueleto desde no me acuerdo cuándo. Esto que llamo “esto” porque es como si lo pudiera sujetar con mis dedos y mostrarlo a un interlocutor que no verá nada.
Decía: esto es similar a atravesar un túnel mientras se contiene la respiración.  A veces el trayecto es cortísimo y se puede llegar al otro extremo sin mayores esfuerzos. Otras, pareciera que el túnel no se va a acabar nunca, que las sienes comenzarán a palpitar y los oídos a doler y que la presión en el pecho será tanta que terminará por reventar los pulmones como una fruta muy madura que ha caído al suelo.
A veces, a unos pocos kilómetros del túnel que hemos dejado atrás, aparece uno nuevo y otro más dejando apenas tiempo de regularizar la respiración. Hay también caminos en los que no cruzamos un solo túnel.
Alguna vez, en un viaje en tren, atravesé un túnel particularmente largo. Oscurísimo. Por la ventana sólo alcanzaba a ver mi reflejo, iluminado por la luz interna del vagón. Esto es algo similar. Después de unos minutos (sobra decir que el ejercicio de contener la respiración resultó fallido en aquella ocasión) mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, lograron ver lo que había afuera: afuera había un túnel. Nada más. Tierra rascada, oscuridad, un anodino vacío. Esto es algo similar. ¿Cuánto duraría aquel túnel?, ¿aquel hastío de la nada desplazándose, a la velocidad del tren, frente a mis ojos? Antes había visto llanuras y montañas y pequeños poblados con hombres de sombrero, antes había visto nubes y borregos que conformaban un bucólico y gracioso juego de espejos. Antes había visto parvadas de tordos volando como una sola bestia gigante, había visto ciudades pobladas con el mismo edificio repetido casi con exactitud (y digo casi porque en las ventanas, en las cortinas, en las plantas, los tendederos, cada edificio era único). Y ahora nada. Ahora el túnel y su oscuridad y mi reflejo, idiota, mirándome desde la ventana. Esto es algo similar.
 Cuando entro a un túnel, no ya a un túnel real sino a uno que bien podríamos llamar “Esto” temo por su extensión, ¿será lo suficientemente corto como para permitirme aguantar la respiración?, ¿será tan oscuro que sólo podré ver mi reflejo?, ¿será tan largo que mis ojos se acostumbrarán a la oscuridad revelando la claustrofobia que implica vislumbrar un túnel desde sus entrañas?, ¿cuándo se va a acabar?, ¿se va a acabar?, ¿le seguirán otros?, ¿cuántos?, ¿con qué frecuencia?, ¿y si este es el túnel definitivo, el que no terminará nunca?, ¿y si me sofoco con los pulmones reventados antes de salir? Cuando entro a un túnel tengo miedo.
Estoy en un túnel. Llevo un rato en él pero, todavía, con algún esfuerzo de contorsionista, logro ver uno de sus extremos, todavía hay luz. Estoy en un túnel y contengo la respiración aún sin mucha dificultad. Estoy en un túnel y recuerdo otros, enormes, que han parecido no acabarse nunca. Estoy en un túnel y sólo pienso en cuánto necesito que se acabe, que pueda, finalmente, recuperar la respiración. Estoy en un Esto y aunque he pasado por varios, no deja de darme miedo. 

martes, 22 de octubre de 2013

Gatos

Julio Cortázar tiene un cuento (bueno, en realidad tiene muchos; sería más apropiado decir: “Hay un cuento de Julio Cortázar”, pero, en fin) en el que habla de la relación de un gato y una mujer. “La orientación de los gatos”, se llama. A decir verdad nunca me ha gustado el cuento porque, hay que ser honestos, nunca me ha gustado mucho Cortázar, ni lo gatos (las mujeres, en cambio, me gustaron brevemente en la adolescencia, como a todas, supongo: con un deseo primitivo y curioso como de gato que, a veces, todavía vuelve después de unos tres gin tonics). Pero, sobre todo, nunca me ha gustado esa idea que relaciona de un modo íntimo y cómplice a las mujeres con los gatos.

Yo no soy como la Alana de Cortázar que tiene ese lazo místico con Osiris (encima, el animal se llama Osiris) yo soy, más bien, como esa voz narradora que no comprende cómo es que opera la relación entre el gato y su mujer.  Ese tercero que queda excluido en cuanto un gato entra en escena. Esto, que quede claro, no significa que nunca haya querido, con toda mi vanidad y mi fuerza, ser una mujer de gatos. Una de esas mujeres de miradas largas, tristes y serenas, que se asoman lánguidamente por la ventana mientras acarician el lomo de un magnífico gato que se arquea.

Hace una semana, Luvina, mi perro (porque eso sí que soy: persona de perros), encontró un gatito en el patio. Lo recogí con respeto, como hablándole de usted, y le he ofrecido comida, agua y un lugar en la casa en lo que alguna buena mujer de gatos, con sus ojos bellísimos, decide darle un hogar, una ventana por la cual ambos se puedan asomar como mirando a la nada.

Durante esta semana he tratado de comprender al gato, de establecer algún tipo de lazo con él. A ratos he tenido buenos resultados: viene, se acomoda sobre mis piernas y sigue con la mirada el humo de mi cigarro, hipnotizándonos con esos ojos grandes y azules a mi perro y a mí. Nos volvemos como de piedra mientras vemos los movimientos del gato: ligeros, rápidos, precisos. También ha adquirido la manía de subirse a mi hombro, cosa que me parece tierna y simpatiquísima. Aún así, no lo comprendo, no como a Luvina. O, digámoslo con todas sus letras: no lo puedo prosopopeyizar tanto como a Luvina: a veces, cuando después de un día largo y accidentado, llego a casa y ese monstruo menea la cola y viene a echarme sus dos patas delanteras en los hombros, como dando un abrazo, me siento convencida de que Luvina y yo somos casi la misma especie. Nos entendemos. Sé que las virtudes de los gatos son otras; da igual, seremos siempre especies distintas.


Hace un momento, cargué al gato y pasé frente a un espejo. Me sorprendí: esa, la muchacha del reflejo, tenía de pronto esa mirada melancólica, esa belleza de quien oculta un secreto. Esa muchacha del espejo parecía una mujer de gatos. Entonces lo comprendí: Alana no se comunicaba en ningún lenguaje secreto con Osiris. Ese rayo doble de sus miradas no existía en realidad; todo era un efecto mimético. Toda mujer que sostenga un gato adquiriría, en ese momento y por contagio, toda la gallardía, la sensualidad, el misterio y lo incomprensible del animal. Recordé entonces a Luvina, siguiendo con cautela y estática los movimientos del gato: pareciera estoy casi segura que los gatos tienen el poder de volver a todo lo que miren una suerte de espejo. Nosotros no antropomorfizamos a los gatos como lo hacemos con los perros: ellos nos felinimorfizan. Tal vez no me he dado cuenta aún y ya he comenzado mi transformación en gato. 


miércoles, 14 de agosto de 2013

Ansiedad


(Algunas notas)

En El búho ciego de Sadeq Hedayat leí, sin comprenderlo en el momento, una de las descripciones más certeras de la ansiedad:

Cuando, acostado en mi lecho húmedo y maloliente, ya me pesaban los párpados y una vez más iba a entregarme a la nada y a la noche eterna, todos mis recuerdos borrados, todos mis temores olvidados se reavivaban. Tenía miedo de que las plumas de mi almohada se convirtieran en hojas de puñales; miedo de que el botón de mi chaleco se volviera desmedidamente grande, del tamaño de la rueda de un molino; miedo de que un pedazo de pan se cayera al suelo y se hiciera añicos como si fuese de cristal; miedo de que, cuando me durmiese, el aceite de la lamparilla se derramase y ardiera la ciudad entera; miedo de que las patas del perro de la carnicería, al correr, sonaran como los cascos de un caballo, miedo de que el viejo chamarilero se echase a reír y reír sin parar; miedo de que se me petrificaran las manos; miedo de que la lombriz del charco que había en el patio se transformara en una serpiente india; miedo de que mi lecho se convirtiese en una lápida, de que pivotara sobre sus bisagras hasta darse por completo la vuelta y me acerrojara tras sus dientes de mármol; miedo de que, entonces, la lápida ahogara mi voz y de que, por mucho que gritase, nadie viniera a socorrerme…

La ansiedad es, sobre todo, esa sensación monstruosa de que todos los objetos a nuestro alrededor crecen desmesurados, grotescos. Pensé eso, alguna mañana, sentada en mi patio mientras veía aterrada (como el personaje de Hedayat) a una lombriz retorciéndose en el charco de la lluvia del día anterior. Algo en esas contracciones, en esos movimientos desarticulados e inútiles me desasosegaba. La lombriz crecía, como esos dinosaurios de goma que, cuando era niña, metía a una cubeta para ver cómo multiplicaban varias veces su tamaño.

Con la ansiedad el mundo pierde proporciones: los espacios se reducen y los objetos se agigantan asfixiándonos. La asfixia: hay que hablar de la asfixia. Una de las cosas que me han quedado clarísimas en todos estos años de ansiedad constante es que, sobre todo, tengo un tórax. De pronto, mis costillas, todas ellas, las verdaderas, las falsas y las flotantes; mis pulmones; mis cartílagos, que imagino de la misma carne que la lombriz; mi corazón con sus arterias; todo lo que es y contiene mi tórax crece irremediablemente como queriéndose salir por mi boca. El cuerpo se sale del cuerpo. Temblor. Hay que jalar aire, hay que inflar el tórax para darle más espacio a todo lo que está creciendo adentro.

 “Es como si le subieran el volumen y el brillo a todo”, le dije a un amigo el otro día. No sé cómo más describirlo: es como caer, de pronto, en una hipérbole total. Todo, hasta el crujido más mínimo, es motivo de alerta. Las voces, los ladridos de los perros a lo lejos, la música sofocada de una fiesta a un par de cuadras: todo se vuelve un único sonido aturdidor. Y la gente: gente que camina por la calle, que va hacia el trabajo o regresa a su casa, el guardia del negocio de enfrente que me saluda amistoso, las muchachas en bicicleta, los borrachines instalados en la banqueta: demasiado. Es como recibir muchísimas señales de radio en una única estación. Es un aturdimiento intenso que nos hace querer gritar o estrellar algo contra el suelo cancelando el barullo. También dan ganas de salir corriendo.

*ALTO*


/RESPIRA/ Pero respira de verdad, consciente de ello. Siente el aire que va abriendo espacio dentro del cuerpo. Déjalo ir. Siéntelo de nuevo /RESPIRA/Y las manos. ¿Qué hacer con las manos?, con esos girones torpes de carne que se tornan helados y temblorosos. ¿Qué hacer con las manos?, sacudirlas, enredar una en la otra, meterlas en los bolsillos sólo para sacarlas de inmediato. Qué gran responsabilidad esta de tener manos.
/CAMINA/ De aquí hacia allá/ de allá hacia acá/ CAMINA/ Traza una línea y camínala una y dos y quince veces. /RESPIRA/ ¿Y las manos?/ RESPIRA/ de acá para allá/RESPIRA/ CAMINA/ MUÉVETE/ hay que moverse porque, de pronto, sin saber muy bien por qué, el cuerpo se puso en estado de alerta y hay tanta energía, tanta sensación de riesgo que genera más y más adrenalina que hay que moverse, hay que agotarse, engañar al cuerpo/ MUÉVETE/ de allá hasta más allá/ y más allá/ y más/ y de vuelta/ CAMINA/RESPIRA/ ¿Las manos?/RESPIRA/
 
*ALTO*


Luego, de a poquito, los sonidos, los tonos, el mundo, va regresando a sus proporciones. Queda sólo un cansancio seco y pesado. Restos apenas notorios del temor, de la angustia. Y un nuevo temor, recién nacido: la certeza de que esta no será la última vez que ocurra. Volverá a ocurrir, ocurrirá de nuevo, o puede ser que aún no haya terminado de ocurrir, que esté ocurriendo todavía, que no vaya a parar nunca.


Alto, tranquila, respira. 

sábado, 4 de mayo de 2013

Pasada

Esto, ya lo sé, es una cursilería, pero tengo tantas ganas de escribirlo que ya qué. Hace varios años di con una página en la que puedes enviarte correos al futuro. Me he mandado varios y he recibido apenas un par. Me los envío a mis diferentes cumpleaños (cuando, al cumplir veintitrés, recibí un mail de 2004, me solté a llorar como una Magdalena y empecé a mandarme mails a futuros cumpleaños). En estos correos explico brevemente qué es lo que me está pasando en ese momento de mi vida, qué es lo que estoy sintiendo y qué es lo que me preocupa. También aventuro futuros hipotéticos para después poder contrastar con la realidad. La vida, señores, nunca sale como la habíamos planeado.

Hace un momento pensaba en lo maravilloso que podría ser hacer este ejercicio al revés: enviarnos correos al pasado, contarnos qué nos va a pasar, en qué nos estamos convirtiendo (seguro alguien ya hizo una película con Nicolas Cage sobre eso). Y bueno, creo que he llegado a la edad de escribir una primera carta para la que fui hace diez años o, más bien, para darle algunos consejos en una lista, cómo no. Así que perdonen ustedes semejante mamada: aquí la lista de lo que le diría a mi yo de quince años:


  • Déjalo. Es un hijo de puta y su única gracia es ser mayor que tú. Déjalo. Sí vas a poder, va a ser muy difícil y muy cansado y vas a sentir que sería más fácil dejar las cosas como están y acostumbrarte a él que pasar por todo el drama, pero vas a poder. Y cuando lo dejes, después de mucho llanto y escenas ridículas y una apatía paquidérmica, vas a sentir, muchacha, una libertad que no te va a caber en el cuerpo. Déjalo. 
  • Te vas a emborrachar. Mucho. Más de lo que te has emborrachado jamás en tu vida. Borracheras de una semana, borracheras tristes, borracheras aburridas, borracheras en las que se estrellará, violentísima, la noche en tu cabeza. Borracheras con risas como un trueno que parte todo a la mitad, borracheras íntimas en las que parece que acaba de ocurrir un milagro. Borracheras que se te van a salir de las manos y que terminarán contigo vomitando en un camellón, contigo arruinándole los siguientes meses a gente que quieres. Se saldrán de tus manos y a veces saldrás con experiencias fabulosas, con gente entrañable, con algún muchacho con el que tendrás un pequeño romance. Te vas a emborrachas y te vas a divertir. Vas a hacer cosas que realmente no quieres hacer (y por hacer cosas quiero decir, por ejemplo, y casi siempre, vatos) pero que al final resultan bien, como pequeñas enseñanzas, como experiencias de esas de las que se aprende. 
  • Te vas a enamorar. Muy cabrón. Primero una vez y luego, cuando pienses que eso ya no te puede pasar a ti, te va a pasar una segunda vez. La primera vez va a ser asombroso: el mundo va a parecer inédito, el mundo va a parecer él. Aguas: él no es el mundo. La segunda vez, volverás a sentir el arrebato, el nerviosismo, la sonrisa idiota y la sensación de estar corriendo en patines alrededor del abismo: te vas a sentir muy viva y eso, entonces, será algo muy bueno. Pero esta vez también será en la que vas a conocer el desamor. Se siente culero pero se pasa. Todo siempre se pasa. 
  • Morirá gente que amas. Morirán uno tras otro hasta sumar un número, no demasiado grande, por suerte, en un periodo muy reducido. Vas a llorar, vas a llorar como loca. Te vas a llenar de un vacío y de un absurdo que no conoces todavía. Vas a entender a la gente que se pone triste en Navidad, a los que no les gusta ver fotos viejas. Vas a ir al cine y a una fiesta para despejarte y sólo te vas a sentir miserable: no, no eres como Meursault, no tienes por qué sentirte mal por eso, si fueras como Meursault no te sentirías tan mal. Morirá gente que amas y van a ser dolores que se van a quedar toda la vida guardados, en un compartimiento especial que, no te apures, sólo se abre de vez en cuando. 
  • Vas a besar a mucha gente. Hombres, mujeres, desconocidos, conocidos, conocidos de conocidos. Por amor, por calentura, por aburrimiento, por diversión, porque qué carajo, porque tu amigo te retó, porque quién sabe por qué. En fiestas, en conciertos, al aire libre, en la cama, en la escuela, en museos, en cines, en las salas de espera de consultorios médicos. No te apures: muy pronto, o tal vez ahora ya lo sepas, lo empieces a intuir, sabrás que uno no tiene que enamorarse de todo el que besa. Ni de todo con el que te acuestas, ni de todo con el que sales al cine y a cenar y luego a echar unos tragos, ni de todo con el que sientes que puedes hablar abiertamente, siendo realmente tú.
  • Te vas a equivocar. Te la vas a pasar cagándola. Y va a ser una cosa muy útil para tu vida. Eres como un animalito: no aprendes hasta sentir el shock eléctrico. Vas a aprender un montón y, además, muchas de esas veces que la cagues olímpicamente, te lo digo ahora, querida Alejandra, te vas a divertir como nunca, porque, tú y yo sabemos que estás loca como una cabra. 

jueves, 24 de enero de 2013

Escribir

No puedo escribir. No puedo. Es decir, puedo escribir, claramente puedo escribir: puedo escribir esto o tomar el reverso de la nota de la lavandería y escribir "ya nada se mueve" o "*comprar pan" y eso, hay que decirlo, es una gran ventaja, porque aunque me olvide de comprar pan y me quede sin sándwich de lomo en la cena (los trozos de lomo solos en un plato), entretengo la hipergrafia. Hipergrafia es ese modo elegante para hablar de aquel lugar común de la necesidad física de escribir. Porque uno suena como un auténtico e insoportable pedante cuando dice que siente una urgencia física por escribir; incluso cuando, en efecto, se sienta.

En efecto lo siento. Y me lleno de cuadernos y de plumas que no pueden ser cualquier pluma sino las de la marca que me gusta en el color que me gusta porque pienso que si tengo muchos cuadernos y muchas plumas nunca faltará donde escribir. Pero termino siempre en el reverso de la nota de la lavandería, en el ticket del Oxxo porque pienso, inútilmente, que los cuadernos con sus pastas duras y sus hojas blanquísimas habría que reservarlos para escribir otras cosas: cosas que valgan la pena. ¿Qué vale la pena? No lo sé.

No puedo escribir. Es decir, puedo escribir cualquier cosa, pero no puedo Escribir, así, en mayúsculas. No es uno de esos (otro término pedante) bloqueos del escritor porque, seamos honestos, no soy una escritora. Más bien es eso: no puedo escribir nada que me haga sentir que soy una escritora. A veces, puedo escribir cosas que me hacen pensar que podría, si fuera más disciplinada, si leyera más, si no tuviera tantos vicios, si contara mejores historias, llegar a ser una escritora. Hace meses que ni eso. No puedo.

Pero la necesidad ahí sigue y si uno tiene que estar escribiendo siempre, si uno tiene que estar poniendo as y eles y puntos y comas para tratar de sacarse algo (y por sacarse algo no se piense que hablo de algo concreto, sino, más bien, de algo que no se puede decir y mucho menos escribir porque se siente únicamente como una urgencia inefable), mejor tratar de escribir cosas que valgan la pena. ¿Qué vale la pena? No lo sé. Es un ciclo que se me queda pegado por varios meses y que me deja confinada a las frases pequeñas y crípticas, a las notas circunstanciales, a escribir planas enteras con mi nombre, a trascribir una y otra vez la misma cita que, puede o no, significar. Y uno piensa que está desperdiciando su hipergrafia, que qué tontería, que sería mejor aprender a vivir sin escribir.

Pero no se puede.