Siempre trato de tener algo a lo cual aferrarme: la escuela, el trabajo, mis amigos, lo qué sea. A veces, como ahora, me pasa que no es suficiente. Es como si nada valiera la pena, como si el mundo estuviera tan jodido en sí mismo, desde sus entrañas, que no fuera válido colocar las esperanzas en nada. Es ahí cuando me caigo. Luego, en un afán estúpidamente optimista deposito pequeñas dosis de esperanza en cosas pequeñas y certeras: en que la coca que me dé la máquina de refrescos estará fría, en que la hora y media que pasé haciendo espinacas a la crema estará bien invertida, en que el proyecto de creación que tengo dará frutos y becas y palmadas en la espalda.
Siempre he sido más bien un ser doliente. Muchas veces eso resulta un problema para la gente que está a mi alrededor, es como si sintieran la responsabilidad de ponerme bien, de tenerme contenta. Cuando en realidad no hay nada que pueda hacerlo, sólo una receta médica: salidas para hacer que mi cerebro funcione debidamente. Me gustaría tener a alguien que lo entendiera, que me quisiera aún cuando soy un ser horrendo que llora y que arrastra su sombra como una cobija pesada a las espaldas. Alguien que supiera que sólo necesito calor y compañía.
Es una enfermedad, lo dijo una doctora y luego otra y luego un doctor y luego un terapeuta. Y como tal debería de tratarla, debería de tomar medicamentos y tratar de asumirme así y saber que a veces pasa y que es parte de vivir conmigo. Pero no puedo. Veo a la otra gente, que lleva sus vidas en orden, que pueden señalar exactamente porque les duele lo que les duele y sé que no es normal, que esto que me crece dentro es algo imparable, que ni todas las píldoras del mundo lograrán apaciguar. Me niego a ser ésta. Me niego a ser yo.
No es nada en específico, son tonterías, cotidianidades, un cambio de iluminación, una frase soltada entre calada y calada: el mundo se derrumba. El cuerpo se me sale del cuerpo. Y entonces sólo soy un filamento largo y pesado que se tiene que enfrentar a un mundo demasiado absurdo para valer la pena. Un filamento al que no le interesa, que prefiere echarse -los brazos bien abiertos- a un abismo terrible, a una corriente que lo arrastrará hasta un lugar no planeado. No llevo las riendas de nada.
Me duele, me angustia, me incomoda terriblemente la idea de vivir así, de ser así toda la vida. A mí me han amputado las extremidades, pero nadie a simple vista podría notarlo.
Sí, estoy triste. No, triste no: deprimida. Qué más da lo que pase afuera si apenas me importa lo qué pasa adentro. Sólo hay una certeza, esto duele, ciega y torpemente. No hay más.