lunes, 10 de octubre de 2011

Cholula

Llegué a Cholula a los pocos días de haber cumplido 18 años. Conmigo venían mi novio y un par de amigos en común que, en realidad, eran más sus amigos que los míos. Al par de meses Manuel y yo terminamos una relación larga y me quedé prácticamente sola en un lugar nuevo. 

Fue entonces cuando conocí de verdad Cholula: su noche inacabable, sus portales tristes frente a los cuales posó alguna vez mi poeta favorito, su pirámide viva y brillante dominando todo, sus atardeceres de horizonte infinito y color inverosímil, sus calles empedradas, enlodadas, encharcadas, pletóricas de perros y bicicletas, de fiestas con sonidero, con cohetes, con borrachos poseídos que aúllan de alegría y de alcohol. 

Siempre pensé que esa gente que habla de la pertenencia eran charlatanes, luego llegué aquí. "Ten cuidado, porque Cholula luego te atrapa y ya nunca te deja irte, ve a fulano: llegó a mediados de los ochenta y acá sigue" me decían, y yo creía que no, que a mí nada: que acababa mis asuntos y disculpe usted, mi sombrero, mis guantes y hasta luego. Pero no. Nada de con su permiso, acá me quedé; Cholula me atrapó con su pulso vivo y tremendo. 

Junto conmigo se quedaron otros muchos. Cuando es verano o diciembre y los estudiantes vuelven a casa de su familia, en Cholula sólo quedan los cholultecas con sus gestos duros y sus corazones enormes y nosotros, los atrapados. Se pueden ver nuestras sombras proyectadas en los adoquines, haciéndose largas con las luces de las farolas, nos vemos reflejados en los charcos afuera de las misceláneas mientras compartimos una caguama tibia, se escuchan nuestras risas, tristes, perdidas, rompiendo la noche como el ruido de los cohetes.

Cholula, la milenaria, la que desde el preclásico no ha descansado, a la que le escribieron Neruda y Heredia. A la que he tratado de escribir sin ofenderla, siempre de manera fallida. Cholula la bella, la cabrona, la encabronada, la viva, la rabiosa, la sincrética, la doble y la única. Cholula la trampa, el agujero, la ratonera. Cholula, la que desde la pirámide parece una hoja cuadrículada e incandescente. Cholula, mi amor. 

Hace una semana que todo parece indicar que por andar persiguiendo la chuleta voy a tener que regresar al DF. Si bien me gusta la idea de, como dicen todos los empleados, "crecer profesionalmente", me angustia dejar este otro crecimiento, el crecimiento metafísico, el crecimiento de mi sombra en la noche, el crecimiento de algo que llevo dentro y que ha ido floreciendo en mis seis años acá. Me da miedo la idea de hacer una despedida e invitar a mis amigos e ir al bar de siempre a emborracharme con sangrías y cervezas, de llegar a casa, mi casa, y tratar de guardar todo lo que pueda de Cholula en cajas. Pero me queda un consuelo y es que para mí, Cholula, como París; no se acaba nunca.

martes, 4 de octubre de 2011

Amor

Pues de todos nosotros tú eres a la que le va mejor en eso de salir con gente, me dijo un amigo hace tiempo. Me lo dijo porque le comenté que a veces me siento muy sola. Tiene razón: en los últimos años he conocido a varios chicos, he salido con algunos, me he dolido por un par de ellos y me enamoré de uno. Tiene razón: un par de veces he terminado la noche en un vaivén de besos que no significa más que eso. Sin embargo, la soledad está en otro lado.

Terminé mi última relación en 2008 y yo ya estaba sola mucho antes de que eso ocurriera. Trato de pensar, tan amiga de la lógica yo, en qué fue lo que me obligó a amurallarme, a hacerme un caparazón vistoso que impide a los demás llegar a mis adentros. No encuentro nada.

Todo el tiempo siento como si me enamorara, eso sí. Sé bien que no es más que la ilusión de terminar con el sitio, de dejar pasar a alguien entre las paredes herméticas que se me cierran: es cuestión de que sienta que me comunico para empezar a crear un montón de situaciones imaginarias: el viaje juntos, conocer a sus padres, las caminatas largas, las peleas inútiles sobre cómo se prepara el gazpacho, las películas, el acostumbrarme a su cuerpo en la cama. Entonces pienso que me enamoro, pero no lo hago. Al par de semanas siento que me conecto con otro fulano y otra vez empieza el mismo jolgorio.

 Hace poco hablaba con unos amigos sobre el estar enamorado: uno de ellos comentó que hace mucho que no siente el arrebato idiota que todos sentíamos a cada rato en la secundaria. Todos en la mesa asentimos. Me imagino que mientras más grande se hace uno, es más difícil enamorarse de ese modo: cada vez estamos dispuestos a ceder menos, a perder menos el tiempo tratando de conocer a la gente: nada me da tanta pereza como esas primeras conversaciones laterales, sobre nada, sobre qué estudias y te gusta algo, que tienen como objetivo único decir me interesas y quiero conocerte.

 A pesar de eso, me enamoré hace poco más de un año. Pero ahí, señores y señoras, está la canallada: no sólo es difícil enamorarse, sino que también, para que la sensación sea completa o, por lo menos, agradable, hay que lograr que la otra persona se enamore de uno. Y uno tan hermético, y uno siendo una bolsita Ziploc emocional. Aún así, creo que este chico se enamoró de mí. Así, sólo así: creo. ¿Que qué pasó? Nada. No pasó nada. Vivíamos en diferentes ciudades y sólo pudimos vernos unas pocas veces: todas ellas valieron la pena. Pero eso no es lo que uno busca. Uno, por muy liberal que aparente ser, por muy bien que se mueva en su soledad, por mucho que le juegue al one night stand, lo que busca es compañía. Lo que se busca es alguien en quien depositar día con día todo el amor que se nos está pudriendo dentro. Y sí, claro, lo depositamos en los amigos y el perro (tan hermoso el perro) y en el trabajo y en la editorial artesanal que uno está empezando. Pero falta algo. Nos han enseñado que falta algo y uno ya no sabe si eso es, en realidad aprendido o si ya venías preparado para añorarlo. Llega el momento en el que no importa ese discurso envalentonado que le soltabas al exnovio con el que te llevas muy bien, sobre el amor como una construcción occidental, como un montón de reacciones químicas que se pueden conseguir con otros estímulos. Uno se asume como buen occidental bebedor de coca cola y uno se siente absolutamente solo. Hay construcciones sociales que no se pueden burlar con elegancia.

 Así he sobrevivido este último año: todavía soltando el veneno de mi primer enamoramiento real en años y tratando, de la manera más torpe y errática, de dejar pasar a la gente adentro de las murallas. A veces pienso que soy yo: soy críptica y taciturna, no me gusta arriesgarme y eso de la vida en sociedad nomás no se me da. Luego pienso que por ahí hay un montón de gente que es igual que yo y que tal vez no estoy tan perdida. Pienso que es sólo que no me gusta mucho la gente y que por eso que me cuesta trabajo conocer a alguien que me interese de verdad como para intentar cualquier cosa. Pienso que tal vez soy una de tantas personas que en el fondo está aterrada por el compromiso: por lo que implica dejar la comodidad de la vida en solitario, de mi gotera en el baño y mi desorden en el cuarto, que por eso sólo me relaciono con personas que sé, desde el principio, que serán un fracaso como plan a futuro: el que tiene novia, el que vive en otra ciudad, el que me lleva demasiados años, el que está totalmente entregado a su chamba. Entonces, aterrada por la soledad, sólo me queda ir naufragando de hombre imposible en hombre imposible como si fueran aspirinas, como si fueran pequeños simulacros de amor. Sólo nos podemos ver muy de vez en cuando: perfecto. Esto no va a llevar a ningún lado: mejor aún. Tanto miedo que da dejar la zona de confort.

Lo jodido, creo yo, es que no son situaciones que se elijan conscientemente, son situaciones que no noto hasta que estoy en el diván contándole a mi terapeuta del nuevo fulano que conocí y me doy cuenta que por ahí no es. Esta mujer ha de pensar que soy bien pendeja, pienso. Y es que tal vez lo soy. Es que todos somos medio pendejos en eso de los enamoramientos.

Lo que pasa, lo que olvidamos, es que el amor (ay, el amor, pinche palabrita tan manida, tan vacía ya de significados reales) es un accidente. Uno no puede elegir los accidentes: puedes tratar de tener precaución para que no ocurran o puedes tratar de ocasionarlos, pero un accidente es, por definición, algo que se sale de nuestras manos. Y ahí vamos, tan tontos, tan ingenuos, creyendo que podemos cazar accidentes si nos ponemos las botitas de hule o si le hablamos de Crimen y castigo a ese güey que nos gusta tanto. Los accidentes no se cazan: los accidentes ocurren.

Y, como en todo, hay personas que son más propensas a los accidentes que otras. Yo, por ejemplo: accidentada en la vida, muy pinche segura en el amor.

*Nota para el próximo güey del que me enamore: Un día te voy a enseñar esto para que te burles de mi patetismo trasnochado pero a cambio me tienes que invitar a cenar.