miércoles, 23 de mayo de 2012

Matagatos

Al que mata un gato le dicen matagatos. Nunca he entendido muy bien de qué habla realmente el refrán. Supongo que algo así como que cuando haces algo culero, ese algo culero te marca con los demás para siempre.

Hoy maté un gato.

Siempre he sido una blandengue; hace unos meses había un ratón en mi casa y no me atreví a ponerle alguna trampa sólo de pensar en que una trampa significaría matar al animal. Lo saqué de mi casa. Señor ratón, hágame usted el favor de retirarse porque en esta casa ya comen dos bocas y no podemos alimentar otra más.

Hacía mucho tiempo que no lloraba. Es decir, en un llanto continuo y uniforme, con espasmos y ojos hinchados. Hoy maté un gato y lloré.

O, más bien, hoy rematé un gato.

Fue más o menos así: desde hace algunos meses hay gatos viviendo arriba del techo de mi cocina. Los escucho corriendo de un lado al otro del tejado por la noche, son parte del ruido cotidiano de la casa. A veces, incluso se aventuran al jardín. En el jardín pasan mucho tiempo dos perros; Luvina y Lola, el perro de mis caseros. Esta mañana entró un gato por la ventana de la cocina, Luvina estaba adentro y la puerta estaba abierta para que pudiera salir al jardín. El perro persiguió al gato. El gato salió disparado por la puerta. El perro salió tras de él. El otro perro interceptó al gato. Se escuchó un tronido. En el jardín había un gato destripado, inmóvil y vivo.

El cuadro era espantoso. Encerré a las perras en la casa, estaban vueltas locas. Yo sabía qué era exactamente lo que tenía que hacer, pero no quería hacerlo de ningún modo. Es decir, supe desde que vi al animal ahí, muriéndose, que tenía que matarlo y que tenía que matarlo lo más rápido posible. ¿Cómo se mata un gato, eh? Pensé meterlo en una bolsa y golpear la bolsa contra una pared, pero me pareció espantoso. Lo mejor era un golpe fuerte y bien acomodado en la cabeza; casi lo único que se mantenía intacto del animal.

Fue una lucha de pulsiones. Por un lado, sabía casi con un instinto natural que debía matar al gato, por otro lado, me rehusaba a hacerlo; iba en contra de todo lo que me creo capaz de hacer. A los dieciséis años me fui de mi casa sin saber a dónde; creo que entonces no me tuve que agarrar los huevos tanto como hoy en la mañana. Le di lo más fuerte que pude. Se murió al primer golpe, no hizo ningún ruido. Ni siquiera sé si en realidad seguía vivo o si los espasmos en su cara eran reflejos. Quiero pensar que ya estaba muerto y que lo que hice fue pegarle a un cadáver. Fue espantoso.

El hijo de mis caseros se despertó con el alboroto y me ayudó a meter al gato a una caja. Ahí, todo roto, reventado. Salí a la calle con la caja entre las manos y me sentí extrañísima: aún con el pantalón de la pijama, temblorosa, sosteniendo la caja entre las manos y caminando por las calles aún con la luz lechosa de las siete de la mañana. Pensé enterrarlo en algún baldío. Ya no pude. Un señor en bicicleta pasó y me dio  los buenos días, lo paré y le pregunté dónde creía él que podía dejar la caja, le dije que había un gato muerto adentro. Creo que más que una respuesta, lo que necesitaba era hablar, era contarle a alguien lo que había pasado. El señor se ofreció a llevarse la caja.

Cuando volví a mi casa no podía dejar de temblar. No sabía qué era lo que tenía que hacer. Me lavé las manos como para limpiarme de la muerte, como para borrar al gato y ver cómo se iba vuelto remolino por el lavabo. Pensé que necesitaba hablar con alguien, pero era tan temprano y no estaba segura de que mi reacción fuera normal, de que no estuviera exagerando y haciendo gran escándalo por una situación cotidiana. Finalmente me animé y le marqué a un amigo que vive cerca de mi casa; no contestó. Le marqué a mi madre: no contestó. Le marqué a mi hermano y me contestó con restos de sueño todavía pegados a la voz. Le conté todo, pero con un tono alejado y manteniendo el control. No sé por qué, me imagino que porque es mi hermano menor y aún pienso en él como un niño al que más que alarmar hay que proteger. Aún me siento un poco, por lo menos de forma discursiva, como la niña grande que debe mantener el control frente a su hermanito. Cuéntale a mi mamá cuando se despierte, le dije.

Al poco rato me habló mi madre. Mi madre me conoce como nadie. Te iba a hablar hasta la noche, pero quería saber cómo estabas, linda. Y entonces sí me permití volverme una niña. Lloré un llanto desbordado e infantil en el teléfono. Lloré sí al gato, pero también muchas otras cosas.

Por lo general lloro todo el tiempo. Lloro de todo. Pero hacía mucho que no podía llorar. Ahora, en el teléfono, con mi madre al otro lado, solté un llanto acumulado de meses. Llevo todo el día chillando. También llamó mi padre; me dijo que no me enojara con las perras porque era instinto. Le dije que no, que no estaba enojada con ellas, ni conmigo, que sólo estaba impactada y que me sentía mal. Me contó que él una vez remató a un perro en la carretera; que ya estaba despanzurrado pero que seguía vivo y que le pasó el coche por la cabeza. Me dijo que él también se se sintió muy mal, pero que sabía que era lo que tenía que hacer. Y es que así fue: lo supe. Lo supe todo el tiempo. Era lo que se tenía que hacer.

Justo ahora estoy triste, llevo triste todo el día. Ya no sé si por el gato o por todo lo que se me despertó por contigüidad; así pasa con los llantos, nos van despertando dolores viejos que teníamos dormidos y nos van cayendo encima como piezas de dominó. Me siento triste, pero me siento tranquila: creo que en esto como en esos dolores despiertos, siempre he sabido qué es lo que sería mejor hacer.

Maté un gato, pero no creo que sea una matagatos.