miércoles, 29 de febrero de 2012

Abuelos

Hace poco más de dos años murieron mis dos abuelos en un espacio de dos o tres meses, cediéndole a mi padre el puesto de ser el hombre de mayor edad en mis afectos. A los dos los conocí relativamente jóvenes y eso me permitió acumular suficientes recuerdos como para poder hablar de ellos a mis anchas.

   Hace un momento leía Palinuro de México (libro que, por cierto hojeé por primera vez en la biblioteca de uno de mis abuelos hace algunos años) y los recordé. Primero a uno y luego, atraído por la inercia, al otro. Nunca he escrito sobre ellos, sin embargo son una constante en mis conversaciones. Creo que a uno los abuelos siempre le parecerán ese hervidero de historias que valen la pena contar. No sé si quiero reproducir las historias de los dos, de sus vidas tan diferentes e incluso del modo tan diferente que la misma enfermedad tuvo de acabarlos (a uno poco a poco, disminuyéndolo como a pellizcos y al otro, de golpe, como un huracán que le pasara por encima y lo deshiciera en segundos), creo que más bien me gustaría hacer una pequeña viñeta de ellos. O bien, de la construcción que me hice de ellos.




  • Federico

Fue a él a quién recordé primero al leer al abuelo de Palinuro contándole a sus nietos cómo en su ropero viven escondidos tres de sus amigos. Pensé que esa historia bien me la hubiera podido contar él, hace muchos años, mientras lo escuchaba atentísima frente a la chimenea. Cuando era niña, me contaba que en la familia había una rama de hombres lobo y que unos parientes de Zapotlán ya habían recibido la queja de que ahí andaba el tío abuelo lobo asustando a los del pueblo. "Tenemos que ir a matarlo, es nuestra responsabilidad porque es de nuestra familia", decía con toda seriedad. Luego nos daba indicaciones a mi primo y a mí: mi abuelo levantaría el ataúd, yo sostendría una estaca sobre el corazón del hombre lobo-tío segundo, y mi primo golpearía la estaca con un mazo. Después, de su cueva que estaría llena de oro, podríamos tomar lo que quisiéramos, pero con mucho cuidado, porque con el menor ruido despertaríamos a una voz que sentenciaría "todo o nada" y, al no poder sacar nosotros tres el gran tesoro del hombre lobo muerto, tendríamos que salir con las manos vacías de la cueva. De mayor me divertía pensar cómo el abuelo mezclaba todo sin importarle: vampiros, hombres lobo, Alí Babá. Daba igual si servía para la historia.

También, cuando era niña, me hizo creer que conocía fabulosos hechizos para desaparecer y para entrar al mundo de los espejos. Alguna vez nos enseñó, a mi primo y a mí, el hechizo para desaparecer. Ahora imagino que antes de darnos el hechizo se coludió con toda la familia y que los tenía bien adoctrinados: cada vez que escuchaban el "Hocus pocus, pamparayuspi" todos pretendían que no nos veían. Alguna vez, sospechando que aquello era una tomadura de pelo, le pedí que desapareciera él para ver si era cierto. Me dijo que como el era más grande, el truco era más complicado, que podía tardar más tiempo. Al mundo de los espejos no me enseñó a entrar, pero mi primo aseguraba (me lo aseguró todavía hace poco) que a él sí le enseñó aquel truco. Todavía ahora me pregunto cuál habrá sido el maravilloso artificio con el que embaucó a mi primo aquella vez.

Cuando lo conocí de adulto (porque todo abuelo que juega con sus nietos cuando son niños, es también un niño), me seguía pareciendo que había cierto misterio rodeándolo todo el tiempo. Estaba obsesionado con la heráldica, podía rastrear a la familia hasta no sé cuántas generaciones atrás. A veces se quedaba callado en una tristeza contenida y reflexiva. Hermético. Era, además, un tipo muy elegante: le gustaba poner la mesa y asegurarse que hubiera la mayor cantidad de cubiertos para cada comensal. Gracias a eso no me he visto en el apuro de no saber con qué tenedor debo pinchar qué cosa. Lo vi por última vez en navidad de 2009, apenas lo había visto hacía un par de meses: fuerte, sonriente, siendo él. Recuerdo que cuando lo vi esa navidad, por primera vez lo vi anciano. A los pocos días completó el acto de magia que me había prometido realizar cuando era niña y logró desvanecerse por completo. Excelente y adorado mago.


  • Homero
Mi madre, mis tías y mi abuela coinciden en que nada aterraba a mi abuelo tanto como la idea de volverse abuelo. Supongo que sentía que un nieto lo envejecería de pronto. Fui su primera nieta y nadie en la familia deja de contarme la sorpresa que fue verlo a él, un militar duro y seco, volverse un hombre tierno en cuanto me tuvo en brazos. No sé si sea cierto o si sea una de esas cursilerías que se cuentan en todas las familias. Lo que sí sé es que me quiso muchísimo. Pasé gran parte de mi vida viviendo cerca de él, por un breve periodo llegué incluso a vivir en su casa. Cuando yo nací, ya no era parte de la Fuerza Aérea y trabajaba como piloto comercial: de cada viaje regresaba con algún regalo que yo esperaba ansiosa con los ojos bien abiertos. 

A veces, cuando escucho a otras personas hablar de él, pienso que yo conocí a otro que estaba acurrucado en algún rincón de ese hombre duro, metódico y gruñón del que hablan. Que yo conocí a un hombre-niño que estaba dispuesto a acampar conmigo en el jardín de la casa sólo para permitirme estrenar una tienda de campaña. A pocas personas he querido tanto. 

Además, el abuelo era un bibliófago de primera. A veces pienso que, como tuvo una vida difícil, decidió leer mucho para tener de qué hablar con la gente sin tener que recordar su propia vida. Le gustaba la Historia e incluso llegó a dar un par de ponencias en universidades: le interesaba especialmente la Guerra del 47. En todas las habitaciones de su casa un librero lleno de libros leídos lo volvía siempre el centro de la plática. Cuando, a los diez u once años, me encontró en un cuarto hojeando un almanaque, iniciamos una especie de complicidad que duró para siempre. "Todos los libros de esta casa son tuyos" me repetía. Y yo veía asombrada la gran cantidad de libros de los que me volvía dueña cada vez que el abuelo decía eso. De pronto, su estudio, un cuarto polvoso, atiborrado de libros y objetos nostálgicos; el estudio que había estado vedado para sus hijas, su esposa y para cualquier otra persona, abría sus puertas para mí. Me gustaba estar ahí, sentada junto a él en su escritorio mientras lo veía armar modelos a escala de aviones. Una vez me dejó pintar uno de los modelos. Recuerdo que me llevó a que eligiera la pintura y ahora, a distancia, imagino lo que debió costarle a su neurosis ver como el Tigercat F7F-3 quedaba pintado de rosa y negro. 

Creo que soy mucho como él y que por eso nos llevamos tan bien y que por eso, a pesar de que su muerte se anunciaba desde hacía meses y que yo estaba segura que ese "fue niño" que me dijo, bromeando, cuando hablamos por teléfono después de su última cirugía, sería el último chiste que le iba a oír, me sorprendió tantísimo su muerte. Creo que es por eso que ahora también se me hacen agua los ojos cuando lo recuerdo. 
***

Ellos son mis abuelos. Estas son sus viñetas, sus mínimos homenajes. 

2 comentarios:

  1. Un mínimo homenaje, que quizás uno mucho más largo, no podría llegar a ser tan personal como éste.

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  2. Me ha gustado mucho tu post.

    Tu forma de expresarte en Twitter y en el Blog son diferentes.

    Alejandra, disfruta el día.

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