Usemos una metáfora fácil: un túnel. Cuando era niña y
pasaba por un túnel contenía la respiración hasta atravesarlo por completo.
Todavía lo hago a veces. Hay túneles más largos que otros y, casi siempre,
desconocía la longitud del túnel que atravesaba; el esfuerzo que implicaría
contener la respiración al cruzarlo.
Esto es algo similar. Esto que
llamo “esto” para no decirle “depresión” o “bajoneo” o como sea. Esto que llamo
“esto” porque lo tengo aquí, creciéndome en el esqueleto desde no me acuerdo cuándo.
Esto que llamo “esto” porque es como si lo pudiera sujetar con mis dedos y
mostrarlo a un interlocutor que no verá nada.
Decía: esto es similar a
atravesar un túnel mientras se contiene la respiración. A veces el trayecto es cortísimo y se puede
llegar al otro extremo sin mayores esfuerzos. Otras, pareciera que el túnel no
se va a acabar nunca, que las sienes comenzarán a palpitar y los oídos a doler
y que la presión en el pecho será tanta que terminará por reventar los pulmones
como una fruta muy madura que ha caído al suelo.
A veces, a unos pocos kilómetros
del túnel que hemos dejado atrás, aparece uno nuevo y otro más dejando apenas
tiempo de regularizar la respiración. Hay también caminos en los que no
cruzamos un solo túnel.
Alguna vez, en un viaje en tren,
atravesé un túnel particularmente largo. Oscurísimo. Por la ventana sólo
alcanzaba a ver mi reflejo, iluminado por la luz interna del vagón. Esto es
algo similar. Después de unos minutos (sobra decir que el ejercicio de contener
la respiración resultó fallido en aquella ocasión) mis ojos, acostumbrados a la
oscuridad, lograron ver lo que había afuera: afuera había un túnel. Nada más.
Tierra rascada, oscuridad, un anodino vacío. Esto es algo similar. ¿Cuánto
duraría aquel túnel?, ¿aquel hastío de la nada desplazándose, a la velocidad
del tren, frente a mis ojos? Antes había visto llanuras y montañas y pequeños
poblados con hombres de sombrero, antes había visto nubes y borregos que conformaban
un bucólico y gracioso juego de espejos. Antes había visto parvadas de tordos
volando como una sola bestia gigante, había visto ciudades pobladas con el
mismo edificio repetido casi con exactitud (y digo casi porque en las ventanas,
en las cortinas, en las plantas, los tendederos, cada edificio era único). Y
ahora nada. Ahora el túnel y su oscuridad y mi reflejo, idiota, mirándome desde
la ventana. Esto es algo similar.
Cuando entro a un túnel, no ya a un túnel real
sino a uno que bien podríamos llamar “Esto” temo por su extensión, ¿será lo
suficientemente corto como para permitirme aguantar la respiración?, ¿será tan
oscuro que sólo podré ver mi reflejo?, ¿será tan largo que mis ojos se
acostumbrarán a la oscuridad revelando la claustrofobia que implica vislumbrar
un túnel desde sus entrañas?, ¿cuándo se va a acabar?, ¿se va a acabar?, ¿le
seguirán otros?, ¿cuántos?, ¿con qué frecuencia?, ¿y si este es el túnel
definitivo, el que no terminará nunca?, ¿y si me sofoco con los pulmones
reventados antes de salir? Cuando entro a un túnel tengo miedo.
Estoy en un túnel. Llevo un rato
en él pero, todavía, con algún esfuerzo de contorsionista, logro ver uno de sus
extremos, todavía hay luz. Estoy en un túnel y contengo la respiración aún sin
mucha dificultad. Estoy en un túnel y recuerdo otros, enormes, que han parecido
no acabarse nunca. Estoy en un túnel y sólo pienso en cuánto necesito que se
acabe, que pueda, finalmente, recuperar la respiración. Estoy en un Esto y
aunque he pasado por varios, no deja de darme miedo.