Julio Cortázar tiene un cuento (bueno, en realidad tiene
muchos; sería más apropiado decir: “Hay un cuento de Julio Cortázar”, pero, en
fin) en el que habla de la relación de un gato y una mujer. “La orientación de
los gatos”, se llama. A decir verdad nunca me ha gustado el cuento porque, hay
que ser honestos, nunca me ha gustado mucho Cortázar, ni lo gatos (las mujeres,
en cambio, me gustaron brevemente en la adolescencia, como a todas, supongo:
con un deseo primitivo y curioso —como
de gato— que, a
veces, todavía vuelve después de unos tres gin tonics). Pero, sobre todo, nunca
me ha gustado esa idea que relaciona de un modo íntimo y cómplice a las mujeres
con los gatos.
Yo no soy como la Alana de Cortázar que tiene ese lazo
místico con Osiris (encima, el animal se llama Osiris) yo soy, más bien, como
esa voz narradora que no comprende cómo es que opera la relación entre el gato
y su mujer. Ese tercero que queda excluido
en cuanto un gato entra en escena. Esto, que quede claro, no significa que
nunca haya querido, con toda mi vanidad y mi fuerza, ser una mujer de gatos.
Una de esas mujeres de miradas largas, tristes y serenas, que se asoman lánguidamente
por la ventana mientras acarician el lomo de un magnífico gato que se arquea.
Hace una semana, Luvina, mi perro (porque eso sí que soy:
persona de perros), encontró un gatito en el patio. Lo recogí con respeto, como
hablándole de usted, y le he ofrecido comida, agua y un lugar en la casa en lo
que alguna buena mujer de gatos, con sus ojos bellísimos, decide darle un
hogar, una ventana por la cual ambos se puedan asomar como mirando a la nada.
Durante esta semana he tratado de comprender al gato, de
establecer algún tipo de lazo con él. A ratos he tenido buenos resultados:
viene, se acomoda sobre mis piernas y sigue con la mirada el humo de mi
cigarro, hipnotizándonos con esos ojos grandes y azules a mi perro y a mí. Nos
volvemos como de piedra mientras vemos los movimientos del gato: ligeros,
rápidos, precisos. También ha adquirido la manía de subirse a mi hombro, cosa
que me parece tierna y simpatiquísima. Aún así, no lo comprendo, no como a
Luvina. O, digámoslo con todas sus letras: no lo puedo prosopopeyizar tanto como
a Luvina: a veces, cuando después de un día largo y accidentado, llego a casa y
ese monstruo menea la cola y viene a echarme sus dos patas delanteras en los
hombros, como dando un abrazo, me siento convencida de que Luvina y yo somos
casi la misma especie. Nos entendemos. Sé que las virtudes de los gatos son
otras; da igual, seremos siempre especies distintas.
Hace un momento, cargué al gato y pasé frente a un espejo.
Me sorprendí: esa, la muchacha del reflejo, tenía de pronto esa mirada
melancólica, esa belleza de quien oculta un secreto. Esa muchacha del espejo
parecía una mujer de gatos. Entonces lo comprendí: Alana no se comunicaba en
ningún lenguaje secreto con Osiris. Ese rayo doble de sus miradas no existía en
realidad; todo era un efecto mimético. Toda mujer que sostenga un gato
adquiriría, en ese momento y por contagio, toda la gallardía, la sensualidad,
el misterio y lo incomprensible del animal. Recordé entonces a Luvina,
siguiendo con cautela y estática los movimientos del gato: pareciera —estoy casi segura— que los gatos tienen el
poder de volver a todo lo que miren una suerte de espejo. Nosotros no
antropomorfizamos a los gatos como lo hacemos con los perros: ellos nos
felinimorfizan. Tal vez no me he dado
cuenta aún y ya he comenzado mi transformación en gato.
¡Alplausos! Me encantó este texto y tu reflexión sobre los gatos felinimorfizando.
ResponderEliminarY, casualmente, lo último que he subido a mi blog es sobre gatos.
http://carneconalambre.blogspot.com.ar/2013/10/gatos-primera-parte.html
¡Saludos!
Ey, muchas gracias! Ya me daré una vuelta a echarle un ojo a tu texto. :)
EliminarHola! Qué gracia escribir este comentario a la puertas de 2020.
ResponderEliminarSolo quería decir que hoy encontré este texto y tu blog por casualidad, lo he leído y me gusta mucho. Espero que sigas escribiendo. Besos