Para escribir se necesita escribir. Punto. Un poco primero, para desentumirse e ir recuperando la gracia, la flexibilidad (¿alguna vez las hubo?), de manera constante después. No hay que dejar que el miedo nos crispe las manos. Hay que escribir. Escribir, por ejemplo, sobre por qué no podemos escribir:
¿Por qué no puedo escribir?
No puedo escribir porque mis dedos se endurecieron y mis manos, esas manos metafísicas que crecían, como guantes, sobre estas manos reales (esta carne reventada en diez jirones), se cayeron. Pedazo a pedazo, falanges, falanginas y falangetas se fueron deshojando, cayéndose secas en el suelo. Ahora estoy amputada y el miembro fantasma a veces pica y pide que lo mueva. Lo que ocurre entonces es un dolor, una vergüenza paralizante: las manos, las de carne, no saben escribir, Tropiezan estúpidas entre las palabras, se enreda una en la otra en una artritis tristísima y pareciera que esa penosa coreografía sólo escuece más a las otras manos, a las necrosadas.
Para escribir se necesita escribir. Pero no sólo eso.
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