Ayer, camino a casa, me encontré un cachorro. Un cachorro adorable. Desde que entraron a robar a mi casa quiero un perro. No. Miento: desde siempre quiero un perro; desde que me cambié de casa me decidí por conseguir uno. Callejero, adulto, macho. Y no, la cosa que recogí sí es de la calle, pero es hembra y es un cachorro. Aborté la idea de llamar Hombre a mi mascota (sí, para todos esos chistes de el Hombre me espera y el Hombre de la casa y voy a salir con el Hombre) y la llamé Luvina.
También ayer, en terapia, hablaba sobre mi torpeza emocional, de mi rechazo a la idea de tener hijos. Soy la persona más tiesa del mundo, no sé hacer cariños sin sentirme un robot, no sé hablarle con dulzura a la gente. Y me encantaría. A veces lo intento. A veces funciona. Una vez, hablando con un quever que estaba estrenando, ya muy borracha me animé a preguntar:
-¿Se nota que no estoy acostumbrada al contacto humano?
-Muy cabrón. -Contestó de inmediato. Me dio risa, pero me sentí brevemente triste: no está chido tener atrofiado el sistema enseñador de emociones. Los güeyes se cansan de abrazar mi cuerpo petrificado al contacto, un cuerpo al que le cuesta ir cediendo. No, no es una cosa sexual, es de emociones.
Otra vez, otro fulano que era mi amigo desde hacía mucho tiempo me vio salir borracha de un bar para sentarme en la banqueta a acariciar un perro. ¡Pum! Se enamoró de mí.
-No pensé que fueras capaz de tanta ternura. -Me dijo tiempo después cuando recordábamos el suceso. Y es que los animales me despiertan esa emotividad. Deberían ver con qué cariño, con qué ternura, con que seguridad absoluta acaricio ahora el lomo pulgoso de Luvina. Supongo que es porque, muy en el fondo, sé que si uno es bueno con los animales los animales te van a querer de vuelta sí o sí. Supongo que en el fondo sólo soy una muchachita a la que le han dado fuertes chingadazos emocionales (ah, yo y mis problemas burgueses) y está acobardada en una parte de ella que no puede controlar. Y no sólo lo supongo: casi lo sé. Me da miedo que la gente vea que estoy sintiendo cosas, me da miedo explicitarlo. Es un miedo primario, casi animal que no puedo controlar. Que se supone estoy aprendiendo a controlar.
Quiero ver, ojalá que sí, si teniendo un perro en casa despertándome a cada rato una ternura y unas ganas de hacerle piojito, sobarle la barriga, los cachetes, incontrolables, logro acelerar el proceso. Logro pasar a los humanos. Ojalá que sí. Uno siempre tiene un par de brazos ajenos a los que le encantaría saltar.
viernes, 21 de enero de 2011
domingo, 9 de enero de 2011
Familia
Siempre me ha parecido una cursilería afectada eso de que los amigos son familia que uno elige. Sin embargo es casi verdad, sólo que uno tampoco los elige, los amigos llegan y se imponen. Ya están elegidos desde nuestro modo de ser, supongo.
A los 18 años recién cumplidos dejé la casa de mis papás y me vine a vivir a otra ciudad en la que no tenía lazos con nadie. Vine con mi novio de entonces con quien corté a los pocos meses. Me quedé absolutamente sola.
El día que corté con Manuel (¡Hola Manuel!), decidí que no dejaría que mi tirazón a la mierda cambiara mi rutina: llegué muy puntual a mi clase de Modelos Literarios: Épica, caja de Kleenex en mano y llorando incómoda y en silencio. La Divina Comedia, de eso era la clase y eso parecía. Del otro lado de la clase dos pares de ojos me veían angustiados. Saliendo, ella y él me invitaron al cine, fuimos a ver un documental sobre la Franja de Gaza pero yo sólo tenía ojos para decantarlos en mis Kleenex. Ya no me separaría de esos dos fulanos. Mariel y Beto fueron, por mucho tiempo, lo único a lo que podía aferrarme con ciega confianza. Luego llegaron otras personas.
Pienso que lo que tengo con ellos es un lazo fortísimo, comparable, únicamente, al lazo que siento con mi familia. La situación de ellos era similar a la mía: gente sola en un lugar donde no conocían a nadie. Un par de años después conocimos a Voi, un biólogo neurótico y ácido que se ganó mi corazón a la primer ironía. Luego Bodo, un mexico-alemán que adopta perros callejeros y es el mayor conocedor de música del mundo.
Estoy de mudanza, sacando papeles viejos, metiéndolos en cajas. Mi historia aquí es mi vida con ellos. Bodo me ayudó hoy a pasar unas cosas de una casa a la otra y, en un acto cotidiano, comentábamos a los demás. De pronto pensé que era domingo, que la gente pasa el domingo con sus familias y que justo eso estaba haciendo: soy una muchacha apegada a su familia.
A los 18 años recién cumplidos dejé la casa de mis papás y me vine a vivir a otra ciudad en la que no tenía lazos con nadie. Vine con mi novio de entonces con quien corté a los pocos meses. Me quedé absolutamente sola.
El día que corté con Manuel (¡Hola Manuel!), decidí que no dejaría que mi tirazón a la mierda cambiara mi rutina: llegué muy puntual a mi clase de Modelos Literarios: Épica, caja de Kleenex en mano y llorando incómoda y en silencio. La Divina Comedia, de eso era la clase y eso parecía. Del otro lado de la clase dos pares de ojos me veían angustiados. Saliendo, ella y él me invitaron al cine, fuimos a ver un documental sobre la Franja de Gaza pero yo sólo tenía ojos para decantarlos en mis Kleenex. Ya no me separaría de esos dos fulanos. Mariel y Beto fueron, por mucho tiempo, lo único a lo que podía aferrarme con ciega confianza. Luego llegaron otras personas.
Pienso que lo que tengo con ellos es un lazo fortísimo, comparable, únicamente, al lazo que siento con mi familia. La situación de ellos era similar a la mía: gente sola en un lugar donde no conocían a nadie. Un par de años después conocimos a Voi, un biólogo neurótico y ácido que se ganó mi corazón a la primer ironía. Luego Bodo, un mexico-alemán que adopta perros callejeros y es el mayor conocedor de música del mundo.
Estoy de mudanza, sacando papeles viejos, metiéndolos en cajas. Mi historia aquí es mi vida con ellos. Bodo me ayudó hoy a pasar unas cosas de una casa a la otra y, en un acto cotidiano, comentábamos a los demás. De pronto pensé que era domingo, que la gente pasa el domingo con sus familias y que justo eso estaba haciendo: soy una muchacha apegada a su familia.
jueves, 6 de enero de 2011
Espejo
Esta soy yo. Este es mi cuerpo de veintitrés años. Cuerpo que tuve que tatuar para ligarme emocional y semánticamente con él. Le temo a los cuerpos. Al mío en primer lugar: lo concibo como un ser ajeno que me habita. Ahora, por ejemplo, tengo la bien conocida sensación corporal de la depresión: los brazos largos, el espasmo en el pecho, la implosión; sin embargo, es como si la sensación estuviera en otro lado, como si sólo lo supiera discursivamente.
Necesito encontrarme, encontrar mi cuerpo, encontrar que este saco absurdo y torpe en el que estoy atrapada es mucho más que eso. Que este saco también soy yo. Sólo soy la parte de mi cuerpo que observo: unos tennis y unas uñas rojos. Es como si nunca hubiera naturalizado el tener cuerpo. Sí, así de absurdo.
Hay un miedo irracional que siento cuando alguien estrecha mi cuerpo, en el ánimo que sea. Es como sí, al encontrarlo yo extraño, todos los fuesen a encontrar poco natural e inhumano. Y por otro lado me gusta el abrazo, me gusta la sensación de un cuerpo ajeno que me haga sentirme en el mío. Pero no puedo evitar crisparme, moverme casi robóticamente. ¿Cuándo me amputaron el cuerpo? ¿Cuándo me arrancaron, como una mala hierba, mi vientre con su cicatriz, mis hombros huesudos? ¿Quién me clausuró el cuerpo?
No me pertenece, no lo conozco, no sé tratarlo y me asusta. Me aterra pensar todo lo que ocurre dentro, todo lo que no puedo ver y pasa en mí, lo que no puedo controlar, sus procesos, sus errores, el dolor que de pronto me parte la cabeza a la mitad como un hachazo asesino.
Mi mayor miedo es a mí misma. Si cuando te acercas sientes una muralla, no es personal, es que en efecto la hay.
Necesito encontrarme, encontrar mi cuerpo, encontrar que este saco absurdo y torpe en el que estoy atrapada es mucho más que eso. Que este saco también soy yo. Sólo soy la parte de mi cuerpo que observo: unos tennis y unas uñas rojos. Es como si nunca hubiera naturalizado el tener cuerpo. Sí, así de absurdo.
Hay un miedo irracional que siento cuando alguien estrecha mi cuerpo, en el ánimo que sea. Es como sí, al encontrarlo yo extraño, todos los fuesen a encontrar poco natural e inhumano. Y por otro lado me gusta el abrazo, me gusta la sensación de un cuerpo ajeno que me haga sentirme en el mío. Pero no puedo evitar crisparme, moverme casi robóticamente. ¿Cuándo me amputaron el cuerpo? ¿Cuándo me arrancaron, como una mala hierba, mi vientre con su cicatriz, mis hombros huesudos? ¿Quién me clausuró el cuerpo?
No me pertenece, no lo conozco, no sé tratarlo y me asusta. Me aterra pensar todo lo que ocurre dentro, todo lo que no puedo ver y pasa en mí, lo que no puedo controlar, sus procesos, sus errores, el dolor que de pronto me parte la cabeza a la mitad como un hachazo asesino.
Mi mayor miedo es a mí misma. Si cuando te acercas sientes una muralla, no es personal, es que en efecto la hay.
martes, 4 de enero de 2011
Beatnik
Escribí esto hace unos meses pero he estado pensando mucho en esto y pos lo reciclo pos qué.
*Advertencia a mi considerado lector: no sé hacia dónde va este post. No tiene una idea fija y, como si en sí mismo fuera un beatnik, irá a hasta dónde las ganas o el morbo lo dejen botado.
1. Este es el mundo:
O, por lo menos, una parte pequeñísima de él. ¿Qué es lo más grande que, con nuestros ojos, hemos visto? ¿El mar? ¿Una inmensa ciudad que va creciendo bajo nuestros pies mientras despegamos torpemente en un avión? Nada, nada que nuestros ojos hayan visto es tan grande como el mundo. Me imagino que si uno pudiera ser realmente consciente del tamaño de la Tierra se volvería loco. Pobrecillos los astronautas que ven tanta inmensidad con unos ojos hechos para ver lo fragmentado, que no nacieron para el absoluto.
Por si fuera poco su tamaño de Titán, la Tierra cometió la putada de ser esférica. Cómo si, burlándose de nosotros, nos impidiera poder marcar un inicio un un final. La Tierra infinita que nace con cada paso que damos. Pienso en los mapas antiguos, dónde aparecía el fin de la Tierra y monstruos terribles se usaban para decorar las zonas que el hombre desconocía.
¿En sus mapas, cuánto espacio estaría habitado por dragones? ¿Cuántos lugares precisos podrían marcar en el mapa inmenso diciendo: "sé que este lugar existe y no es un invento plagado de monstruos porque mis pies han estado ahí"? ¿Veinte? ¿Ochocientos? ¿Siete mil docientos veintiuno? ¿Y en porcentaje? Yo no pasaré de un 5% del globo terráqueo. Vivo en un mundo lleno de dragones.
2. A veces pienso en los beatniks y una nostalgia de como quinientos años me cae encima. Pienso en Kerouac y su necesidad absoluta de viajar, de mantenerse en movimiento, como si en el viaje geográfico estuviera implícito otro viaje, mucho más hermoso y no menos inmenso, un viaje hacia una comprensión de yo, hacia la no circunstancia, el estado más puro del ser. Eran seres terriblemente libres en una época en la que la libertad significaba otra cosa que ahora no comprendemos. A veces, los pobres, perdidos en ese infinito de libertad se sentían sofocados, como absorbidos por un todo absoluto y tremendo que no podían asir con las manos. Pero eran libres. Dolorosa y locamente libres.
3. De algún modo, siento esta necesidad de viajar. Este impulso de libertad, de la libertad que da el espacio infinito. A veces, me quedo frustrada, por horas, viendo el pequeño pueblo dónde vivo en un mapa que voy haciendo cada vez más y más grande. Pienso que el mundo es tan ancho y a la vez, tan ajeno. Tengo tantas ganas de poseerlo todo, de pisarlo, de nadarlo, de correrlo. A veces, me encantaría que un beatnik me robara en su motocicleta y me llevara a recorrer el mundo. Esta hambre que tengo, señores, es un hambre insaciable que viene de atrás, desde hace muchos años, esta hambre que tengo, señores, es un hambre que el vive en las tripas del hombre desde que, en algún planisferio dibujó el primer y terrible dragón de la impotencia.
*Advertencia a mi considerado lector: no sé hacia dónde va este post. No tiene una idea fija y, como si en sí mismo fuera un beatnik, irá a hasta dónde las ganas o el morbo lo dejen botado.
1. Este es el mundo:
O, por lo menos, una parte pequeñísima de él. ¿Qué es lo más grande que, con nuestros ojos, hemos visto? ¿El mar? ¿Una inmensa ciudad que va creciendo bajo nuestros pies mientras despegamos torpemente en un avión? Nada, nada que nuestros ojos hayan visto es tan grande como el mundo. Me imagino que si uno pudiera ser realmente consciente del tamaño de la Tierra se volvería loco. Pobrecillos los astronautas que ven tanta inmensidad con unos ojos hechos para ver lo fragmentado, que no nacieron para el absoluto.
Por si fuera poco su tamaño de Titán, la Tierra cometió la putada de ser esférica. Cómo si, burlándose de nosotros, nos impidiera poder marcar un inicio un un final. La Tierra infinita que nace con cada paso que damos. Pienso en los mapas antiguos, dónde aparecía el fin de la Tierra y monstruos terribles se usaban para decorar las zonas que el hombre desconocía.
¿En sus mapas, cuánto espacio estaría habitado por dragones? ¿Cuántos lugares precisos podrían marcar en el mapa inmenso diciendo: "sé que este lugar existe y no es un invento plagado de monstruos porque mis pies han estado ahí"? ¿Veinte? ¿Ochocientos? ¿Siete mil docientos veintiuno? ¿Y en porcentaje? Yo no pasaré de un 5% del globo terráqueo. Vivo en un mundo lleno de dragones.
2. A veces pienso en los beatniks y una nostalgia de como quinientos años me cae encima. Pienso en Kerouac y su necesidad absoluta de viajar, de mantenerse en movimiento, como si en el viaje geográfico estuviera implícito otro viaje, mucho más hermoso y no menos inmenso, un viaje hacia una comprensión de yo, hacia la no circunstancia, el estado más puro del ser. Eran seres terriblemente libres en una época en la que la libertad significaba otra cosa que ahora no comprendemos. A veces, los pobres, perdidos en ese infinito de libertad se sentían sofocados, como absorbidos por un todo absoluto y tremendo que no podían asir con las manos. Pero eran libres. Dolorosa y locamente libres.
3. De algún modo, siento esta necesidad de viajar. Este impulso de libertad, de la libertad que da el espacio infinito. A veces, me quedo frustrada, por horas, viendo el pequeño pueblo dónde vivo en un mapa que voy haciendo cada vez más y más grande. Pienso que el mundo es tan ancho y a la vez, tan ajeno. Tengo tantas ganas de poseerlo todo, de pisarlo, de nadarlo, de correrlo. A veces, me encantaría que un beatnik me robara en su motocicleta y me llevara a recorrer el mundo. Esta hambre que tengo, señores, es un hambre insaciable que viene de atrás, desde hace muchos años, esta hambre que tengo, señores, es un hambre que el vive en las tripas del hombre desde que, en algún planisferio dibujó el primer y terrible dragón de la impotencia.
lunes, 3 de enero de 2011
Casa
Durante toda mi vida he vivido en un total de quince casas, cuatro ciudades y dos países. Como es de esperarse, no tengo muy desarrollado mi sentido de pertenencia. Próximamente haré una nueva mudanza, tendré que iniciar –una vez más– el torpe ejercicio de meter mi vida en cajas de pañales, de huevo, de galletas. Hace un par de semanas alguien se metió a mi casa a robar conmigo adentro, aunado a un vecino incómodo y perturbadoramente desequilibrado, el lugar en el que vivo perdió la cualidad de casa. No me siento tranquila ahí.
De niña me gustaba ir como nómada brincando de un lugar al otro, recuerdo pasar cumpleaños entre cajas de cartón bien rotuladas con títulos como “Juguetes Ale” o “cosas baño”. Me he vuelto una especialista en las mudanzas. Hace varios cambios de casa que no me gusta la idea de estar cambiando de domus. Apenas empiezo a volver un lugar mi casa cuando por algún incidente tengo que mudarme. Sólo una vez me he mudado por mi propio gusto.
Hace tres años vivo sola, antes de eso viví con amigos, con un novio que no sé si sí era mi novio, con mis padres e incluso con mis abuelos. Me gusta la idea de habitar un espacio que es sólo mío. Sin embargo, a veces, me gusta la idea de tener una pareja, de tener una casa que sea nuestra y no sólo mía. Llegar derrotada al final del día y que haya alguien, igual o más derrotado, esperándome en un espacio dónde quedan ajenas todas las dificultades de la escuela, del trabajo; donde hay unas dificultades propias y domésticas. Siempre olvidas llamarle al gas, te tocaba a ti pagar la luz o por favor no dejes la pasta de dientes mal apachurrada. Cerrar la puerta y que nuestros cuerpos toquen cada una de las paredes del lugar. Supongo que es una señal de que me hago mayor.
Por el momento estoy sola, la experiencia me ha enseñado que no puedo vivir con cualquier persona, que soy muy quisquillosa dentro de mi caos, dentro de mi polvo bajo los muebles y mis calcetines regados por todos lados. Pero sé que quiero vivir con alguien, no con cualquiera, con alguien que sienta un cariño arrasador por mis calcetines sucios, por mi poca pericia para barrer el polvo de debajo de los sillones. Una persona con quien se pueda dormir bien y con quien se pueda no dormir. Ya llegará.
Si todo sale bien, en un par de semanas estaré instalada en un nuevo lugar, tendré que iniciar, desde el principio, el proceso de adueñamiento, colgar la manita de latón que cargo a todos lados, el Ganesha al que a veces le pongo gerberas en un acto entre tierno y esnob. Desvelarme con cervezas ahí, llorar, besuquearme con algún muchachón, hacer de comer, recibir amigos. Todas esas cosas que hacen que un espacio se vuelva una casa. Me da mucha pereza, casi no quiero. Pero quiero. También sé que esta mudanza no es la última, que me faltarán unas más, varias más. Así que ya sabes, oh fulano hipotético, no te tardes en conocerme para que nos mudemos a una casa que sea Casa.
De niña me gustaba ir como nómada brincando de un lugar al otro, recuerdo pasar cumpleaños entre cajas de cartón bien rotuladas con títulos como “Juguetes Ale” o “cosas baño”. Me he vuelto una especialista en las mudanzas. Hace varios cambios de casa que no me gusta la idea de estar cambiando de domus. Apenas empiezo a volver un lugar mi casa cuando por algún incidente tengo que mudarme. Sólo una vez me he mudado por mi propio gusto.
Hace tres años vivo sola, antes de eso viví con amigos, con un novio que no sé si sí era mi novio, con mis padres e incluso con mis abuelos. Me gusta la idea de habitar un espacio que es sólo mío. Sin embargo, a veces, me gusta la idea de tener una pareja, de tener una casa que sea nuestra y no sólo mía. Llegar derrotada al final del día y que haya alguien, igual o más derrotado, esperándome en un espacio dónde quedan ajenas todas las dificultades de la escuela, del trabajo; donde hay unas dificultades propias y domésticas. Siempre olvidas llamarle al gas, te tocaba a ti pagar la luz o por favor no dejes la pasta de dientes mal apachurrada. Cerrar la puerta y que nuestros cuerpos toquen cada una de las paredes del lugar. Supongo que es una señal de que me hago mayor.
Por el momento estoy sola, la experiencia me ha enseñado que no puedo vivir con cualquier persona, que soy muy quisquillosa dentro de mi caos, dentro de mi polvo bajo los muebles y mis calcetines regados por todos lados. Pero sé que quiero vivir con alguien, no con cualquiera, con alguien que sienta un cariño arrasador por mis calcetines sucios, por mi poca pericia para barrer el polvo de debajo de los sillones. Una persona con quien se pueda dormir bien y con quien se pueda no dormir. Ya llegará.
Si todo sale bien, en un par de semanas estaré instalada en un nuevo lugar, tendré que iniciar, desde el principio, el proceso de adueñamiento, colgar la manita de latón que cargo a todos lados, el Ganesha al que a veces le pongo gerberas en un acto entre tierno y esnob. Desvelarme con cervezas ahí, llorar, besuquearme con algún muchachón, hacer de comer, recibir amigos. Todas esas cosas que hacen que un espacio se vuelva una casa. Me da mucha pereza, casi no quiero. Pero quiero. También sé que esta mudanza no es la última, que me faltarán unas más, varias más. Así que ya sabes, oh fulano hipotético, no te tardes en conocerme para que nos mudemos a una casa que sea Casa.
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