Durante toda mi vida he vivido en un total de quince casas, cuatro ciudades y dos países. Como es de esperarse, no tengo muy desarrollado mi sentido de pertenencia. Próximamente haré una nueva mudanza, tendré que iniciar –una vez más– el torpe ejercicio de meter mi vida en cajas de pañales, de huevo, de galletas. Hace un par de semanas alguien se metió a mi casa a robar conmigo adentro, aunado a un vecino incómodo y perturbadoramente desequilibrado, el lugar en el que vivo perdió la cualidad de casa. No me siento tranquila ahí.
De niña me gustaba ir como nómada brincando de un lugar al otro, recuerdo pasar cumpleaños entre cajas de cartón bien rotuladas con títulos como “Juguetes Ale” o “cosas baño”. Me he vuelto una especialista en las mudanzas. Hace varios cambios de casa que no me gusta la idea de estar cambiando de domus. Apenas empiezo a volver un lugar mi casa cuando por algún incidente tengo que mudarme. Sólo una vez me he mudado por mi propio gusto.
Hace tres años vivo sola, antes de eso viví con amigos, con un novio que no sé si sí era mi novio, con mis padres e incluso con mis abuelos. Me gusta la idea de habitar un espacio que es sólo mío. Sin embargo, a veces, me gusta la idea de tener una pareja, de tener una casa que sea nuestra y no sólo mía. Llegar derrotada al final del día y que haya alguien, igual o más derrotado, esperándome en un espacio dónde quedan ajenas todas las dificultades de la escuela, del trabajo; donde hay unas dificultades propias y domésticas. Siempre olvidas llamarle al gas, te tocaba a ti pagar la luz o por favor no dejes la pasta de dientes mal apachurrada. Cerrar la puerta y que nuestros cuerpos toquen cada una de las paredes del lugar. Supongo que es una señal de que me hago mayor.
Por el momento estoy sola, la experiencia me ha enseñado que no puedo vivir con cualquier persona, que soy muy quisquillosa dentro de mi caos, dentro de mi polvo bajo los muebles y mis calcetines regados por todos lados. Pero sé que quiero vivir con alguien, no con cualquiera, con alguien que sienta un cariño arrasador por mis calcetines sucios, por mi poca pericia para barrer el polvo de debajo de los sillones. Una persona con quien se pueda dormir bien y con quien se pueda no dormir. Ya llegará.
Si todo sale bien, en un par de semanas estaré instalada en un nuevo lugar, tendré que iniciar, desde el principio, el proceso de adueñamiento, colgar la manita de latón que cargo a todos lados, el Ganesha al que a veces le pongo gerberas en un acto entre tierno y esnob. Desvelarme con cervezas ahí, llorar, besuquearme con algún muchachón, hacer de comer, recibir amigos. Todas esas cosas que hacen que un espacio se vuelva una casa. Me da mucha pereza, casi no quiero. Pero quiero. También sé que esta mudanza no es la última, que me faltarán unas más, varias más. Así que ya sabes, oh fulano hipotético, no te tardes en conocerme para que nos mudemos a una casa que sea Casa.
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