Esta soy yo. Este es mi cuerpo de veintitrés años. Cuerpo que tuve que tatuar para ligarme emocional y semánticamente con él. Le temo a los cuerpos. Al mío en primer lugar: lo concibo como un ser ajeno que me habita. Ahora, por ejemplo, tengo la bien conocida sensación corporal de la depresión: los brazos largos, el espasmo en el pecho, la implosión; sin embargo, es como si la sensación estuviera en otro lado, como si sólo lo supiera discursivamente.
Necesito encontrarme, encontrar mi cuerpo, encontrar que este saco absurdo y torpe en el que estoy atrapada es mucho más que eso. Que este saco también soy yo. Sólo soy la parte de mi cuerpo que observo: unos tennis y unas uñas rojos. Es como si nunca hubiera naturalizado el tener cuerpo. Sí, así de absurdo.
Hay un miedo irracional que siento cuando alguien estrecha mi cuerpo, en el ánimo que sea. Es como sí, al encontrarlo yo extraño, todos los fuesen a encontrar poco natural e inhumano. Y por otro lado me gusta el abrazo, me gusta la sensación de un cuerpo ajeno que me haga sentirme en el mío. Pero no puedo evitar crisparme, moverme casi robóticamente. ¿Cuándo me amputaron el cuerpo? ¿Cuándo me arrancaron, como una mala hierba, mi vientre con su cicatriz, mis hombros huesudos? ¿Quién me clausuró el cuerpo?
No me pertenece, no lo conozco, no sé tratarlo y me asusta. Me aterra pensar todo lo que ocurre dentro, todo lo que no puedo ver y pasa en mí, lo que no puedo controlar, sus procesos, sus errores, el dolor que de pronto me parte la cabeza a la mitad como un hachazo asesino.
Mi mayor miedo es a mí misma. Si cuando te acercas sientes una muralla, no es personal, es que en efecto la hay.
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