Cuando mi hermano y yo éramos niños, mi padre iba marcando en alguna pared oculta de la casa nuestras estaturas. Nos medía cada cierto tiempo, cuando se acordaba o cuando se lo pedíamos. Recuerdo las rayitas en lápiz en la pared y abajo las anotaciones con la fecha y nuestras estaturas. Cuando nos mudamos por última vez, ya no me midió a mí porque yo ya había dejado de crecer. Supongo que lo hacía no tanto para llevar un registro de cuánto crecíamos sino para constatar que, efectivamente, crecíamos. Es difícil notar los cambios en las cosas y las personas que vemos todos los días, ya ni hablar de los cambios en uno mismo.
Hubo otro crecimiento, aún más sutil y más complicado de observar. Un crecimiento que llaman madurez, como si fuéramos unos zapotes agusanados. Supongo que, por ejemplo, mi madre se dio cuenta que yo estaba creciendo el día que me dijo que no fuera a llegar muy tarde porque viajábamos temprano al día siguiente y le dije que ya sabía que saldríamos temprano y que tenía el criterio suficiente para saber a qué hora llegar y el ánimo necesario para responsabilizarme de ello. O que mi padre notó algo cuando le dije que ya no me sentía cómoda con que me pagara la renta y que dejara que yo pusiera algo o que la pagara toda cuando tuviera dinero suficiente. Supongo que esas son rayitas en la tabla mental de crecimiento que tienen de mí. Es difícil, porque después ya no hay vuelta atrás.
Pero yo no lo había visto hasta hace poco. Es una tontería, pero no había notado que soy una adulta; que me volví una sin darme cuenta cuándo o cómo. Como pasa muchas veces en estas cosas, me di cuenta de un modo más bien cruel: en un periodo cortísimo de tiempo he tenido que llenar datos para un seguro médico, considerar invertir mis escuálidos ahorros en un proyecto personal, hablar con agentes inmobiliarios sobre créditos, enfrentarme a un brote acelerado de canas, a encontrar de pronto mis facciones más angulosas en los espejos, a ir a notarios, a felicitar parejas embarazadas, a hablar sólo del trabajo, a pensar sobre renunciar o no a un trabajo por la seguridad económica que representa, a un montón de esas cositas engorrosas y cotidianas que vienen con la adultez.
De pronto todo aquello se me presentó como una única certeza: ya diste el paso y, no importa cuánto lo intentes, no puedes retroceder. Asusta. Mucho.
Hace dos semanas llevé a Luvina a casa de mis papás. Lo hice porque ya no puede estar aquí en la casa: todo se inunda con la más mínima lluvia y ella se llena de ronchas y, además, el otro perro, el de mis vecinos, se la pasaba dándole en su madre. La idea era buscar otra casa y cambiarme, porque eso de vivir en una casa inundada, con asbesto en el techo, sin agua caliente, sin estufa y con quién sabe qué será mañana lo que le falle, ya no me gusta. Ya no estoy dispuesta a soportarlo. Esta mañana, después de casi tres meses de búsquedas infructuosas, extrañando a mi perro y viendo el charquito que se hace alrededor de mis zapatos cuando piso la alfombra, me solté a llorar. Me sentí rebasada por la situación y lo único que pude hacer en ese momento fue sentarme en el sillón de mi sala a llorar como escuincla. Luego salí a la calle y seguí buscando casas que se ajusten a mi presupuesto y que se vean más firmes que esta cabaña del Tío Chueco en la que vivo.
Me pregunto si a todos les pasa. Si mi madre alguna vez se sentó a llorar porque tenía que llevar a los niños a la escuela y uno de ellos estaba enfermo y además tenía que aventarse algún trámite engorroso con el seguro médico. O si mi padre se sentó a llorar porque estaba hasta el cuello de trabajo y tenía que pagar la colegiatura de alguno de sus hijos y además comprarle pantalones a aquel que no dejaba de crecer y él sólo quería detener todo un par de semanas y dormir. Supongo que le pasa a todos, es sólo que no hablamos de ello.
No sólo es el asunto de la casa, del perro y del dinero. Es algo más, es una incomodidad ubicada en un lugar que no logro precisar, es la sensación de que, de un momento al otro, las cotidianidades van a ganar y me van a caer encima sepultándome entre un montón de papeles y actas y juntas y cafés tomados mientras se habla de negocios (¡ja!, negocios). Cuando era niña, sufría unos dolores fortísimos en las piernas, me levantaban en la noche y no me dejaban dormir. "Es el crecimiento", le dijo un ortopedista a mi madre. Pues ahora me pasa algo similar: un esqueleto no material que llevo dentro se está estirando y hay días en los que me duele tanto que tengo que sentarme a llorar en el sillón.
El dolor de las piernas se me quitó con los años. Espero que con este pase igual.
miércoles, 3 de octubre de 2012
martes, 21 de agosto de 2012
Rendición
(Algunas notas sueltas)
I
Es una tristeza arcaica que creíste haber dominado. Es una tristeza que, como el mejor de los gatos, siempre encuentra el camino de vuelta a casa. Muchas veces has creído que ganaste, que no volverás a sentir esa compresión, ese techo pesadísimo que se cae encima. Más que ganarle, ya conoces sus mañas. Sabes cómo se comporta, qué esperar. El conocimiento de lo que ocurrirá no vuelve menos terrible el hecho.
II
Es común confundir las anclas con los caprichos. Sí, se puede desear algo con fuerza, pero si ese algo no va a ocurrir, es un falso anclaje. Es tratar de detenerse en un montón de lama resbalosa. Volvemos de nuevo a aquel asunto: la imposibilidad del deseo. Habría que hablar, eventualmente, de la tolerancia a la frustración.
III
¿Pero qué significa rendirse? Meterse a bañar con la tostadora no, parece ser. Es una enunciación, como el niño adolorido por las cosquillas que grita "me rindo" sólo haciendo que le hagan más cosquillas. Eso es lo molesto: es una rendición inútil. Es sólo decirlo: este juego ya no me gustó. Empezar a jugar a otra cosa implica tiempo, no sólo enunciación.
IV
Persiste la idea del hospital. Es una idea esperanzadora porque implica una especie de ausencia. Más que el deseo del nosocomio es el deseo de lo que implica: ausentarse del ocurrir con una justificación. Ese es el deseo: detener la hecatombe en lo que uno se construye. Esta idea se homologa a la idea de la huida, sin embargo, la huida suele verse como una debilidad injustificada y mostrarse frágil cuando se es frágil, lo has aprendido, suele ser un error estratégico imperdonable. (Te has rendido, pero sigues jugando. ¿Te has rendido?)
V
(Fragmento de una llamada telefónica de madrugada)
No tengo un motivo para quedarme pero tampoco puedo pensar en algo que me motive realmente como para irme.
¿A dónde me voy a ir?
Estoy muy harta de esto. De todo.
(...)
Me siento infinitamente sola.
(...)
Ya me cansé. Pero eso es lo jodido porque llevo no sé cuánto tiempo diciendo que ya me cansé y que ya me cansé y que ya me cansé y no sirve de un carajo. Todo me parece inútil y absurdo. Todo todo todo me hiere muchísimo por absurdo.
(Etcétera, etcétera, etcétera)
VI
(Del otro lado, me dijeron que les costaba entenderme pero que me querían abrazar. Aún quedan nidos donde naufragar por un rato.)
VII
Esto se parece a estar muy borracho y no saber en qué lugar se está. A desesperarse y buscar algo que nos oriente y no reconocer nada. Esto se parece a apenas poder estar en pie y recorrer una ciudad interminable donde todas las calles son iguales.
I
Es una tristeza arcaica que creíste haber dominado. Es una tristeza que, como el mejor de los gatos, siempre encuentra el camino de vuelta a casa. Muchas veces has creído que ganaste, que no volverás a sentir esa compresión, ese techo pesadísimo que se cae encima. Más que ganarle, ya conoces sus mañas. Sabes cómo se comporta, qué esperar. El conocimiento de lo que ocurrirá no vuelve menos terrible el hecho.
II
Es común confundir las anclas con los caprichos. Sí, se puede desear algo con fuerza, pero si ese algo no va a ocurrir, es un falso anclaje. Es tratar de detenerse en un montón de lama resbalosa. Volvemos de nuevo a aquel asunto: la imposibilidad del deseo. Habría que hablar, eventualmente, de la tolerancia a la frustración.
III
¿Pero qué significa rendirse? Meterse a bañar con la tostadora no, parece ser. Es una enunciación, como el niño adolorido por las cosquillas que grita "me rindo" sólo haciendo que le hagan más cosquillas. Eso es lo molesto: es una rendición inútil. Es sólo decirlo: este juego ya no me gustó. Empezar a jugar a otra cosa implica tiempo, no sólo enunciación.
IV
Persiste la idea del hospital. Es una idea esperanzadora porque implica una especie de ausencia. Más que el deseo del nosocomio es el deseo de lo que implica: ausentarse del ocurrir con una justificación. Ese es el deseo: detener la hecatombe en lo que uno se construye. Esta idea se homologa a la idea de la huida, sin embargo, la huida suele verse como una debilidad injustificada y mostrarse frágil cuando se es frágil, lo has aprendido, suele ser un error estratégico imperdonable. (Te has rendido, pero sigues jugando. ¿Te has rendido?)
V
(Fragmento de una llamada telefónica de madrugada)
No tengo un motivo para quedarme pero tampoco puedo pensar en algo que me motive realmente como para irme.
¿A dónde me voy a ir?
Estoy muy harta de esto. De todo.
(...)
Me siento infinitamente sola.
(...)
Ya me cansé. Pero eso es lo jodido porque llevo no sé cuánto tiempo diciendo que ya me cansé y que ya me cansé y que ya me cansé y no sirve de un carajo. Todo me parece inútil y absurdo. Todo todo todo me hiere muchísimo por absurdo.
(Etcétera, etcétera, etcétera)
VI
(Del otro lado, me dijeron que les costaba entenderme pero que me querían abrazar. Aún quedan nidos donde naufragar por un rato.)
VII
Esto se parece a estar muy borracho y no saber en qué lugar se está. A desesperarse y buscar algo que nos oriente y no reconocer nada. Esto se parece a apenas poder estar en pie y recorrer una ciudad interminable donde todas las calles son iguales.
Etiquetas:
Para dejar constancia,
Soy inepta socialmente hablando
sábado, 11 de agosto de 2012
Cholula II
Me ganaste. Yo lo dije cuando salí de aquella ciudad: si regreso será porque fracasé. Me ganaste. Me rindo. Fracasé. Y sí, eres hermosa. Y sí, hay que atarse a los mástiles para no ahogarse en tu canto. Y sí, te amo. Pero se acabó. Estoy cansada.
Estoy tan cansada de los éxodos interminables
de las constantes bajas
de tu negligencia
de tu endogamia
de tu falta de pudor
de tu gente hermosísima
de tus perros
de tus borrachines en las banquetas.
Me ganaste, pulpo de ochocientos brazos, me enredé aquí y ahora me sofoco.
Todos los que estamos aquí, estamos huyendo de algo, dije una vez. Ciudad de forajidos, de escapistas, de bandidos, de viejos lobos de bar. Todos los que estamos aquí, estamos huyendo de algo y creemos torpemente que hemos llegado a puerto, que este es el final del camino. Pero aquel que huye deberá huir toda su vida. Irse de noche, sin prender las luces, sin despertar a nadie. En silencio. Se nos veía en la cara, en las frentes marcadas por la vergüenza de la huida. Tarde o temprano te encontrarán, tarde o temprano tendrás que incendiar tu rastro e irte. Me ganaste. Creíamos que habíamos tocado puerto, que esta taberna cálida e iluminada era nuestra casa, no sospechábamos que bebíamos con fantasmas. Fingíamos no saber que besábamos forajidos, que nos anclábamos a escapistas.
Y no sé cuándo. Y no sé si esto es sólo un arrebato. Pero no, esto es más. Esto es una enunciación: perdí. Vas dejando poco a poco de ser mi casa. Voy quedándome otra vez a la intemperie. Me ganaste como la presa fácil que soy. Fue tu vibrar, tus cientos de ojos brillantes, los miles de tragos bebidos sobre decenas de barras. Fui insoportablemente feliz. O bien: pensé que podría ser insoportablemente feliz, que estaba a nada, a un segundo, a un destello de domarte, yegua brava. Pero no lo fui. Pero lo era a medias. Pero ya no sé qué se nos rompió.
Te voy a dejar. No sé cuándo, pero lo decidí. Necesito nuevas sirenas, porque tus cantos embriagados en la madrugada ya no enloquecen a nadie, tu voz aguardientosa y corrupta. Te parecías tanto a la libertad: jaula bellísima llena de bestias.
Yo lo dije cuando huí de la última ciudad: si regreso será porque fracasé. Y fracasé y no sé si volveré a aquella ciudad o me iré a cualquier otro lado a terminar de perderme. Mira cómo me tienes. Mira cómo me has roto. Qué bueno que estás de noche porque no te quiero ver. No quiero verte nunca: tan bella, tan cruel, tan hija de puta.
Esto es una enunciación y eso me parece bastante: te quiero pero me dueles. Te quiero pero me voy a ir y no voy a volver la cabeza para ver mis ruinas. Para ver tus ruinas brillantes e impolutas iluminadas en la noche. Me voy a ir, te lo informo para que, cuando ya no pise tus charcos, ya no vuelva, muy tarde, por tus calles, temblando de frío y de vida, no te vayas a sorprender. Esto no es una amenaza, Cholula, mi amor, esto es una advertencia.
Felicidades: ya ganaste.
Estoy tan cansada de los éxodos interminables
de las constantes bajas
de tu negligencia
de tu endogamia
de tu falta de pudor
de tu gente hermosísima
de tus perros
de tus borrachines en las banquetas.
Me ganaste, pulpo de ochocientos brazos, me enredé aquí y ahora me sofoco.
Todos los que estamos aquí, estamos huyendo de algo, dije una vez. Ciudad de forajidos, de escapistas, de bandidos, de viejos lobos de bar. Todos los que estamos aquí, estamos huyendo de algo y creemos torpemente que hemos llegado a puerto, que este es el final del camino. Pero aquel que huye deberá huir toda su vida. Irse de noche, sin prender las luces, sin despertar a nadie. En silencio. Se nos veía en la cara, en las frentes marcadas por la vergüenza de la huida. Tarde o temprano te encontrarán, tarde o temprano tendrás que incendiar tu rastro e irte. Me ganaste. Creíamos que habíamos tocado puerto, que esta taberna cálida e iluminada era nuestra casa, no sospechábamos que bebíamos con fantasmas. Fingíamos no saber que besábamos forajidos, que nos anclábamos a escapistas.
Y no sé cuándo. Y no sé si esto es sólo un arrebato. Pero no, esto es más. Esto es una enunciación: perdí. Vas dejando poco a poco de ser mi casa. Voy quedándome otra vez a la intemperie. Me ganaste como la presa fácil que soy. Fue tu vibrar, tus cientos de ojos brillantes, los miles de tragos bebidos sobre decenas de barras. Fui insoportablemente feliz. O bien: pensé que podría ser insoportablemente feliz, que estaba a nada, a un segundo, a un destello de domarte, yegua brava. Pero no lo fui. Pero lo era a medias. Pero ya no sé qué se nos rompió.
Te voy a dejar. No sé cuándo, pero lo decidí. Necesito nuevas sirenas, porque tus cantos embriagados en la madrugada ya no enloquecen a nadie, tu voz aguardientosa y corrupta. Te parecías tanto a la libertad: jaula bellísima llena de bestias.
Yo lo dije cuando huí de la última ciudad: si regreso será porque fracasé. Y fracasé y no sé si volveré a aquella ciudad o me iré a cualquier otro lado a terminar de perderme. Mira cómo me tienes. Mira cómo me has roto. Qué bueno que estás de noche porque no te quiero ver. No quiero verte nunca: tan bella, tan cruel, tan hija de puta.
Esto es una enunciación y eso me parece bastante: te quiero pero me dueles. Te quiero pero me voy a ir y no voy a volver la cabeza para ver mis ruinas. Para ver tus ruinas brillantes e impolutas iluminadas en la noche. Me voy a ir, te lo informo para que, cuando ya no pise tus charcos, ya no vuelva, muy tarde, por tus calles, temblando de frío y de vida, no te vayas a sorprender. Esto no es una amenaza, Cholula, mi amor, esto es una advertencia.
Felicidades: ya ganaste.
viernes, 15 de junio de 2012
La Cleta Cartonera
*Banda, les quiero compartir el texto que leí ayer en la presentación de La Cleta Cartonera. En él hablo del proceso cartonero en general y de nuestro proceso en particular. Si quieren seguir el proyecto, pueden buscar nuestra página en Facebook:
También, muchas, muchísimas personas nos dieron su confianza, sus manos dispuestas a cortar, pintar, coser, cargar, diseñar. También nos dieron, sin recelo, sus textos. Nos dan, nos siguen dando. A ellos, sobre todo a ellos, les devolvemos libros.
“Estoy en una editorial cartonera”, le
comenté a un amigo. “¿Es una editorial independiente? No le digas así”, me
dijo. Sí, independiente y cartonera. Sobre todo cartonera. Le tuve que explicar
a qué me refería cuando hablaba de cartoneras.
Le hablé
de la crisis argentina, del famoso corralito y de la tasa altísima de desempleo
que llevó a la gente a recoger cartón en las calles para poder venderlo y
sobrevivir. Le hablé de Washington Cucurto, el poeta argentino, villero y
cumbanchero que fundó, hace más de diez años, Eloísa cartonera. Del taller que
abrió en el barrio de la Boca junto con un par de artistas plásticos donde se
dedicó a comprar cartón a los cartoneros que recogían en la calle a un precio
varias veces más elevado y a hacer con ese cartón libros que tuvieran precios
accesibles, sacando únicamente la ganancia necesaria para cubrir los costos de
producción. Libros de escritores no muy conocidos, libros con contenidos
difíciles de publicar en las grandes editoriales, libros con calidad que, por
los caprichos del mercado editorial, quedaban sin publicarse. Le conté,
especialmente, de aquella cita de Cucurto: “¿Qué nos dieron? Miseria, pobreza
¿Qué les devolvemos? Libros”. Después, le conté cómo, contagiadas por Eloísa,
comenzaron a brotar por toda Sudamérica diferentes cartoneras: Sarita
Cartonera, YerbaMala, La Animita, Mandrágora, Yiyi Yambo, Felicita, Dulcineia y
de cómo, cual si trazaran una espina dorsal latinoamericana, llegaron hasta el
norte de México con Regia Cartonera, en Monterrey. Chiapas, Cuernavaca,
Guadalajara, Distrito Federal, Puebla. “Un fantasma cartonero recorre América
Latina” dijo una académica gringa fascinada por el movimiento. El fantasma no
se quedó únicamente en Latinoamérica: aparecieron también cartoneras españolas
como Meninas Cartonera o Ultramarina, una cartonera sueca: Poesía con C, e
incluso una en el sureste africano: Kutsemba
Cartão en Mozambique.
También le conté cómo las cartoneras trabajaban en red: cómo
los textos publicados en Corrientes se publicaban también en Cochabamba y los
de Cochabamba en Montevideo y los de Asunción en México, los de México en
Sevilla y los de Sevilla en Buenos Aires o en la Paz o en Chiapas o en Santiago
o en Lima o en Riobamba o en Santo Domingo. O incluso, cómo estos textos se
pueden publicar sin empacho en cualquier ciudad, ya que sus derechos están
libres para la reproducción. Después de haberle explicado así, a grandes
rasgos, lo que era una editorial cartonera, dejó de creer que aquel adjetivo
era peyorativo.
Fue hace poco menos de un año que decidimos crear La Cleta
Cartonera. Cinco fulanos sentados en el piso de una habitación vacía. Yo, por
lo menos, sin saber bien de lo que se trataban las cartoneras, escuchando por
primera vez hablar de Eloísa y del movimiento. Después de esa primera junta,
vinieron un montón más: para definir nuestra línea editorial, para ver el logo,
para redactar un texto explicando quiénes éramos, para salir a poner stencils
en las calles, para hacer convocatorias a una antología, para ver el texto que
nos donó Gabriel, para revisar el texto, para revisarlo de nuevo, para seguir
revisándolo, para ver los textos que habían llegado por la convocatoria, para
maquetar la compilación, para volver a revisar el texto de Gabriel, para ir a
hablar con los cartoneros, para cortar cartón, para sacar fotocopias, para
hacer pruebas de portada, para cortar más cartón, para ensuciarnos las manos
con tinta china, para coser sin detenernos. En ningún momento sentí que
estuviera trabajando. Siempre pareció un juego. No puedo negar que hay algo
lúdico e infantil en realizar libros de cartón. Recordé cuando era niña y hacía
pasteles de lodo. A diferencia de esas masas café y resbalosas con las que
únicamente se podía hacer el ademán de comerlas, esta vez estamos produciendo
objetos reales. Libros que se pueden hojear y subrayar, libros que pueden ser
leídos, a los que se les puede meter un separador o que se pueden colocar en el
librero.
Cada uno de los libros que producimos está hecho a mano,
todos son diferentes, desde el cartón con el que están empastados, hasta la
portada, pasando por el cosido y el doblado de las páginas. Son libros que
contienen el mismo texto pero que son, cada uno, un objeto único. Además de
libros, me parece que son una afirmación del libro como objeto. Del libro físico que se mantiene
frente a los libros digitales.
Son libros hechos con sobrantes. Con restos de cartón y con
restos del tiempo que dedicamos a nuestro trabajo y a nuestro estudio. Con esos
textos que les sobraron a las grandes editoriales porque apretaban sus rígidos
zapatos, se sentían como una piedra incómoda en los mismos. Libros hechos con
las manos, con cajas que contuvieron huevos, chocolate, botellas, pañales,
galletas, frutas, electrodomésticos y que ahora contienen literatura. Pienso de
nuevo en la cita de Cucurto: “¿Qué nos dieron? Miseria, pobreza ¿Qué les
devolvemos? Libros”. Nos dieron
basura y devolvemos libros. Nos dieron estrictas normas editoriales, nos dieron
cátedras sobre el copyright, nos dieron la idea de que sólo unos pocos podían
tener acceso a lo que se está creando, de que el acceso al arte y al
conocimiento debe ser equivalente al poder adquisitivo y no les creímos y les
devolvimos libros. Libros hechos con cariño, libros de cuyo proceso
participamos en todo momento, libros cortados y pintados sí por nuestras manos,
pero también por las manos de muchos amigos que decidieron que ellos también
querían dedicar al proyecto su tiempo libre, su tiempo. Libros que se pueden
reproducir libremente. Libros que queremos que se reproduzcan, que pasen de
mano en mano hasta que se desgasten.
El proceso de este
primer libro, Ve, como en toda nueva
incursión, fue largo y accidentado.
En un inicio esta presentación estaba planeada para diciembre del año pasado,
pero se nos fueron cruzando problemas de diseño editorial “¿Es que alguien
entiende cómo funciona el InDisign?”, de pruebas de portada y de tiempo. Especialmente
de tiempo. Detuvimos el proceso varios meses. “¿Todavía existe la Cleta?”, me
preguntaban amigos que me vieron entusiasmada cuando inició el proyecto.
Siempre contesté que sí, aun cuando yo misma me preguntara a veces lo mismo. Me
gusta pensar que es normal pasar por una situación similar, por un largo
periodo en el que, sin saber muy bien si el proyecto existe o no, la acción
parece detenerse, irse moviendo apenas. En nuestro caso, por lo menos, fue un
letargo necesario para darnos cuenta de que en realidad queríamos hacerlo, de
que en realidad estábamos dispuestos a todo el trabajo y a la inversión de
tiempo y dinero; de que el proyecto se había planteado bien y que valía la
pena. Fue así, como hace casi un mes, retomamos las copias que teníamos,
desempolvamos los cartones cortados y doblados y nos pusimos a hacer libros.
Aquí está el resultado.
Para
terminar con esta presentación me gustaría leer el pequeño texto que concebimos
hace ya varios meses, cuando buscábamos respuestas a muchas preguntas que surgieron
al inicio de La Cleta Cartonera:
“Queremos hacer libros de basura. La
basura que está por todos lados, dando vueltas. Queremos hacer libros que se
deshagan, como una caja de cartón bajo la lluvia. Libros sin techo, a la
intemperie, errabundos. Libros baratos. Libros que como el pan, puedan olerse
por las calles. Libros que se desmanchen entre las manos que los hacen y las
que los leen. Que se vendan sobre canastas en bicicletas. Ahí va el señor de
los esquites, el señor de los helados, el señor de los libros. Libros
prescindibles.
Queremos libros y gozar haciéndolos.
Proponemos ser esclavos de nuestras íntimas compulsiones y necesidades, no de
los frenos del buen gusto editorial y las exigencias económicas. No juzgar los
textos, y mucho menos a los escritores, excepto respecto al gozo que generan.
Queremos textos que puedan ser el
punto de partida hacia otros espacios impredecibles.
Nos unimos al movimiento cartonero y a
las editoriales independientes que proponen trabajar y estar juntos de otra manera.
Nos nutrimos de ellos.
Habrá textos.
3 de octubre, 2011, Cholula Puebla”
Habrá textos.
3 de octubre, 2011, Cholula Puebla”
También, muchas, muchísimas personas nos dieron su confianza, sus manos dispuestas a cortar, pintar, coser, cargar, diseñar. También nos dieron, sin recelo, sus textos. Nos dan, nos siguen dando. A ellos, sobre todo a ellos, les devolvemos libros.
miércoles, 23 de mayo de 2012
Matagatos
Al que mata un gato le dicen matagatos. Nunca he entendido muy bien de qué habla realmente el refrán. Supongo que algo así como que cuando haces algo culero, ese algo culero te marca con los demás para siempre.
Hoy maté un gato.
Siempre he sido una blandengue; hace unos meses había un ratón en mi casa y no me atreví a ponerle alguna trampa sólo de pensar en que una trampa significaría matar al animal. Lo saqué de mi casa. Señor ratón, hágame usted el favor de retirarse porque en esta casa ya comen dos bocas y no podemos alimentar otra más.
Hacía mucho tiempo que no lloraba. Es decir, en un llanto continuo y uniforme, con espasmos y ojos hinchados. Hoy maté un gato y lloré.
O, más bien, hoy rematé un gato.
Fue más o menos así: desde hace algunos meses hay gatos viviendo arriba del techo de mi cocina. Los escucho corriendo de un lado al otro del tejado por la noche, son parte del ruido cotidiano de la casa. A veces, incluso se aventuran al jardín. En el jardín pasan mucho tiempo dos perros; Luvina y Lola, el perro de mis caseros. Esta mañana entró un gato por la ventana de la cocina, Luvina estaba adentro y la puerta estaba abierta para que pudiera salir al jardín. El perro persiguió al gato. El gato salió disparado por la puerta. El perro salió tras de él. El otro perro interceptó al gato. Se escuchó un tronido. En el jardín había un gato destripado, inmóvil y vivo.
El cuadro era espantoso. Encerré a las perras en la casa, estaban vueltas locas. Yo sabía qué era exactamente lo que tenía que hacer, pero no quería hacerlo de ningún modo. Es decir, supe desde que vi al animal ahí, muriéndose, que tenía que matarlo y que tenía que matarlo lo más rápido posible. ¿Cómo se mata un gato, eh? Pensé meterlo en una bolsa y golpear la bolsa contra una pared, pero me pareció espantoso. Lo mejor era un golpe fuerte y bien acomodado en la cabeza; casi lo único que se mantenía intacto del animal.
Fue una lucha de pulsiones. Por un lado, sabía casi con un instinto natural que debía matar al gato, por otro lado, me rehusaba a hacerlo; iba en contra de todo lo que me creo capaz de hacer. A los dieciséis años me fui de mi casa sin saber a dónde; creo que entonces no me tuve que agarrar los huevos tanto como hoy en la mañana. Le di lo más fuerte que pude. Se murió al primer golpe, no hizo ningún ruido. Ni siquiera sé si en realidad seguía vivo o si los espasmos en su cara eran reflejos. Quiero pensar que ya estaba muerto y que lo que hice fue pegarle a un cadáver. Fue espantoso.
El hijo de mis caseros se despertó con el alboroto y me ayudó a meter al gato a una caja. Ahí, todo roto, reventado. Salí a la calle con la caja entre las manos y me sentí extrañísima: aún con el pantalón de la pijama, temblorosa, sosteniendo la caja entre las manos y caminando por las calles aún con la luz lechosa de las siete de la mañana. Pensé enterrarlo en algún baldío. Ya no pude. Un señor en bicicleta pasó y me dio los buenos días, lo paré y le pregunté dónde creía él que podía dejar la caja, le dije que había un gato muerto adentro. Creo que más que una respuesta, lo que necesitaba era hablar, era contarle a alguien lo que había pasado. El señor se ofreció a llevarse la caja.
Cuando volví a mi casa no podía dejar de temblar. No sabía qué era lo que tenía que hacer. Me lavé las manos como para limpiarme de la muerte, como para borrar al gato y ver cómo se iba vuelto remolino por el lavabo. Pensé que necesitaba hablar con alguien, pero era tan temprano y no estaba segura de que mi reacción fuera normal, de que no estuviera exagerando y haciendo gran escándalo por una situación cotidiana. Finalmente me animé y le marqué a un amigo que vive cerca de mi casa; no contestó. Le marqué a mi madre: no contestó. Le marqué a mi hermano y me contestó con restos de sueño todavía pegados a la voz. Le conté todo, pero con un tono alejado y manteniendo el control. No sé por qué, me imagino que porque es mi hermano menor y aún pienso en él como un niño al que más que alarmar hay que proteger. Aún me siento un poco, por lo menos de forma discursiva, como la niña grande que debe mantener el control frente a su hermanito. Cuéntale a mi mamá cuando se despierte, le dije.
Al poco rato me habló mi madre. Mi madre me conoce como nadie. Te iba a hablar hasta la noche, pero quería saber cómo estabas, linda. Y entonces sí me permití volverme una niña. Lloré un llanto desbordado e infantil en el teléfono. Lloré sí al gato, pero también muchas otras cosas.
Por lo general lloro todo el tiempo. Lloro de todo. Pero hacía mucho que no podía llorar. Ahora, en el teléfono, con mi madre al otro lado, solté un llanto acumulado de meses. Llevo todo el día chillando. También llamó mi padre; me dijo que no me enojara con las perras porque era instinto. Le dije que no, que no estaba enojada con ellas, ni conmigo, que sólo estaba impactada y que me sentía mal. Me contó que él una vez remató a un perro en la carretera; que ya estaba despanzurrado pero que seguía vivo y que le pasó el coche por la cabeza. Me dijo que él también se se sintió muy mal, pero que sabía que era lo que tenía que hacer. Y es que así fue: lo supe. Lo supe todo el tiempo. Era lo que se tenía que hacer.
Justo ahora estoy triste, llevo triste todo el día. Ya no sé si por el gato o por todo lo que se me despertó por contigüidad; así pasa con los llantos, nos van despertando dolores viejos que teníamos dormidos y nos van cayendo encima como piezas de dominó. Me siento triste, pero me siento tranquila: creo que en esto como en esos dolores despiertos, siempre he sabido qué es lo que sería mejor hacer.
Maté un gato, pero no creo que sea una matagatos.
Hoy maté un gato.
Siempre he sido una blandengue; hace unos meses había un ratón en mi casa y no me atreví a ponerle alguna trampa sólo de pensar en que una trampa significaría matar al animal. Lo saqué de mi casa. Señor ratón, hágame usted el favor de retirarse porque en esta casa ya comen dos bocas y no podemos alimentar otra más.
Hacía mucho tiempo que no lloraba. Es decir, en un llanto continuo y uniforme, con espasmos y ojos hinchados. Hoy maté un gato y lloré.
O, más bien, hoy rematé un gato.
Fue más o menos así: desde hace algunos meses hay gatos viviendo arriba del techo de mi cocina. Los escucho corriendo de un lado al otro del tejado por la noche, son parte del ruido cotidiano de la casa. A veces, incluso se aventuran al jardín. En el jardín pasan mucho tiempo dos perros; Luvina y Lola, el perro de mis caseros. Esta mañana entró un gato por la ventana de la cocina, Luvina estaba adentro y la puerta estaba abierta para que pudiera salir al jardín. El perro persiguió al gato. El gato salió disparado por la puerta. El perro salió tras de él. El otro perro interceptó al gato. Se escuchó un tronido. En el jardín había un gato destripado, inmóvil y vivo.
El cuadro era espantoso. Encerré a las perras en la casa, estaban vueltas locas. Yo sabía qué era exactamente lo que tenía que hacer, pero no quería hacerlo de ningún modo. Es decir, supe desde que vi al animal ahí, muriéndose, que tenía que matarlo y que tenía que matarlo lo más rápido posible. ¿Cómo se mata un gato, eh? Pensé meterlo en una bolsa y golpear la bolsa contra una pared, pero me pareció espantoso. Lo mejor era un golpe fuerte y bien acomodado en la cabeza; casi lo único que se mantenía intacto del animal.
Fue una lucha de pulsiones. Por un lado, sabía casi con un instinto natural que debía matar al gato, por otro lado, me rehusaba a hacerlo; iba en contra de todo lo que me creo capaz de hacer. A los dieciséis años me fui de mi casa sin saber a dónde; creo que entonces no me tuve que agarrar los huevos tanto como hoy en la mañana. Le di lo más fuerte que pude. Se murió al primer golpe, no hizo ningún ruido. Ni siquiera sé si en realidad seguía vivo o si los espasmos en su cara eran reflejos. Quiero pensar que ya estaba muerto y que lo que hice fue pegarle a un cadáver. Fue espantoso.
El hijo de mis caseros se despertó con el alboroto y me ayudó a meter al gato a una caja. Ahí, todo roto, reventado. Salí a la calle con la caja entre las manos y me sentí extrañísima: aún con el pantalón de la pijama, temblorosa, sosteniendo la caja entre las manos y caminando por las calles aún con la luz lechosa de las siete de la mañana. Pensé enterrarlo en algún baldío. Ya no pude. Un señor en bicicleta pasó y me dio los buenos días, lo paré y le pregunté dónde creía él que podía dejar la caja, le dije que había un gato muerto adentro. Creo que más que una respuesta, lo que necesitaba era hablar, era contarle a alguien lo que había pasado. El señor se ofreció a llevarse la caja.
Cuando volví a mi casa no podía dejar de temblar. No sabía qué era lo que tenía que hacer. Me lavé las manos como para limpiarme de la muerte, como para borrar al gato y ver cómo se iba vuelto remolino por el lavabo. Pensé que necesitaba hablar con alguien, pero era tan temprano y no estaba segura de que mi reacción fuera normal, de que no estuviera exagerando y haciendo gran escándalo por una situación cotidiana. Finalmente me animé y le marqué a un amigo que vive cerca de mi casa; no contestó. Le marqué a mi madre: no contestó. Le marqué a mi hermano y me contestó con restos de sueño todavía pegados a la voz. Le conté todo, pero con un tono alejado y manteniendo el control. No sé por qué, me imagino que porque es mi hermano menor y aún pienso en él como un niño al que más que alarmar hay que proteger. Aún me siento un poco, por lo menos de forma discursiva, como la niña grande que debe mantener el control frente a su hermanito. Cuéntale a mi mamá cuando se despierte, le dije.
Al poco rato me habló mi madre. Mi madre me conoce como nadie. Te iba a hablar hasta la noche, pero quería saber cómo estabas, linda. Y entonces sí me permití volverme una niña. Lloré un llanto desbordado e infantil en el teléfono. Lloré sí al gato, pero también muchas otras cosas.
Por lo general lloro todo el tiempo. Lloro de todo. Pero hacía mucho que no podía llorar. Ahora, en el teléfono, con mi madre al otro lado, solté un llanto acumulado de meses. Llevo todo el día chillando. También llamó mi padre; me dijo que no me enojara con las perras porque era instinto. Le dije que no, que no estaba enojada con ellas, ni conmigo, que sólo estaba impactada y que me sentía mal. Me contó que él una vez remató a un perro en la carretera; que ya estaba despanzurrado pero que seguía vivo y que le pasó el coche por la cabeza. Me dijo que él también se se sintió muy mal, pero que sabía que era lo que tenía que hacer. Y es que así fue: lo supe. Lo supe todo el tiempo. Era lo que se tenía que hacer.
Justo ahora estoy triste, llevo triste todo el día. Ya no sé si por el gato o por todo lo que se me despertó por contigüidad; así pasa con los llantos, nos van despertando dolores viejos que teníamos dormidos y nos van cayendo encima como piezas de dominó. Me siento triste, pero me siento tranquila: creo que en esto como en esos dolores despiertos, siempre he sabido qué es lo que sería mejor hacer.
Maté un gato, pero no creo que sea una matagatos.
lunes, 12 de marzo de 2012
Agnes
Era su cuerpo
desde la médula hasta la epidermis
era su cuerpo.
Su cuerpo de 28 años
que era de ella.
De nadie más.
desde la médula hasta la epidermis
era su cuerpo.
Su cuerpo de 28 años
que era de ella.
De nadie más.
Construyó el cuerpo
que le correspondía
y había quien tenía miedo.
Un miedo imbécil
que la señalaba
entre risas y ojos pelones
cuando sus piernas
bailaban sobre la barra.
Sobre la barra
y sobre los tacones
era su lucha.
Decía el periódico:que le correspondía
y había quien tenía miedo.
Un miedo imbécil
que la señalaba
entre risas y ojos pelones
cuando sus piernas
bailaban sobre la barra.
Sobre la barra
y sobre los tacones
era su lucha.
Degollado y torturado fue hallado el cadáver de un presunto transexual en una barranca ubicada a un kilómetro del puente que cruza la autopista Siglo XXI.
Y era su cuerpo.
Desde la médula hasta la epidermis
le pertenecía y se lo arrancaron
desde la médula hasta la epidermis.
Pero la lucha, Agnes,
esa no te la quitaron.
Esa acá se nos queda,
junto a una impotencia seca
que nos vuelve la sangre de barro.
Una impotencia que se anuda a los dedos.
(Degüello. Huellas de tortura)
Una impotencia, a ratos rabia
que hierve bien adentro.
Tu lucha acá se queda.
Ellos tienen miedo, Agnes,
y se nublan con un odio de bestia.
Pero tienen miedo.
Y el miedo
–tú no lo sabes, siempre fuiste valiente–
los hace dar vueltas ciegas
tropezando contra todo.
El miedo, el odio, les quitan lo humano.
Pero ellos tienen miedo, Agnes
y ahí estará tu triunfo:
porque acá, los que nos quedamos,
estamos furiosos,
estamos indignados,
estamos tan tristes.
Pero no tenemos miedo.
miércoles, 29 de febrero de 2012
Abuelos
Hace poco más de dos años murieron mis dos abuelos en un espacio de dos o tres meses, cediéndole a mi padre el puesto de ser el hombre de mayor edad en mis afectos. A los dos los conocí relativamente jóvenes y eso me permitió acumular suficientes recuerdos como para poder hablar de ellos a mis anchas.
Hace un momento leía Palinuro de México (libro que, por cierto hojeé por primera vez en la biblioteca de uno de mis abuelos hace algunos años) y los recordé. Primero a uno y luego, atraído por la inercia, al otro. Nunca he escrito sobre ellos, sin embargo son una constante en mis conversaciones. Creo que a uno los abuelos siempre le parecerán ese hervidero de historias que valen la pena contar. No sé si quiero reproducir las historias de los dos, de sus vidas tan diferentes e incluso del modo tan diferente que la misma enfermedad tuvo de acabarlos (a uno poco a poco, disminuyéndolo como a pellizcos y al otro, de golpe, como un huracán que le pasara por encima y lo deshiciera en segundos), creo que más bien me gustaría hacer una pequeña viñeta de ellos. O bien, de la construcción que me hice de ellos.
Fue a él a quién recordé primero al leer al abuelo de Palinuro contándole a sus nietos cómo en su ropero viven escondidos tres de sus amigos. Pensé que esa historia bien me la hubiera podido contar él, hace muchos años, mientras lo escuchaba atentísima frente a la chimenea. Cuando era niña, me contaba que en la familia había una rama de hombres lobo y que unos parientes de Zapotlán ya habían recibido la queja de que ahí andaba el tío abuelo lobo asustando a los del pueblo. "Tenemos que ir a matarlo, es nuestra responsabilidad porque es de nuestra familia", decía con toda seriedad. Luego nos daba indicaciones a mi primo y a mí: mi abuelo levantaría el ataúd, yo sostendría una estaca sobre el corazón del hombre lobo-tío segundo, y mi primo golpearía la estaca con un mazo. Después, de su cueva que estaría llena de oro, podríamos tomar lo que quisiéramos, pero con mucho cuidado, porque con el menor ruido despertaríamos a una voz que sentenciaría "todo o nada" y, al no poder sacar nosotros tres el gran tesoro del hombre lobo muerto, tendríamos que salir con las manos vacías de la cueva. De mayor me divertía pensar cómo el abuelo mezclaba todo sin importarle: vampiros, hombres lobo, Alí Babá. Daba igual si servía para la historia.
También, cuando era niña, me hizo creer que conocía fabulosos hechizos para desaparecer y para entrar al mundo de los espejos. Alguna vez nos enseñó, a mi primo y a mí, el hechizo para desaparecer. Ahora imagino que antes de darnos el hechizo se coludió con toda la familia y que los tenía bien adoctrinados: cada vez que escuchaban el "Hocus pocus, pamparayuspi" todos pretendían que no nos veían. Alguna vez, sospechando que aquello era una tomadura de pelo, le pedí que desapareciera él para ver si era cierto. Me dijo que como el era más grande, el truco era más complicado, que podía tardar más tiempo. Al mundo de los espejos no me enseñó a entrar, pero mi primo aseguraba (me lo aseguró todavía hace poco) que a él sí le enseñó aquel truco. Todavía ahora me pregunto cuál habrá sido el maravilloso artificio con el que embaucó a mi primo aquella vez.
Cuando lo conocí de adulto (porque todo abuelo que juega con sus nietos cuando son niños, es también un niño), me seguía pareciendo que había cierto misterio rodeándolo todo el tiempo. Estaba obsesionado con la heráldica, podía rastrear a la familia hasta no sé cuántas generaciones atrás. A veces se quedaba callado en una tristeza contenida y reflexiva. Hermético. Era, además, un tipo muy elegante: le gustaba poner la mesa y asegurarse que hubiera la mayor cantidad de cubiertos para cada comensal. Gracias a eso no me he visto en el apuro de no saber con qué tenedor debo pinchar qué cosa. Lo vi por última vez en navidad de 2009, apenas lo había visto hacía un par de meses: fuerte, sonriente, siendo él. Recuerdo que cuando lo vi esa navidad, por primera vez lo vi anciano. A los pocos días completó el acto de magia que me había prometido realizar cuando era niña y logró desvanecerse por completo. Excelente y adorado mago.
Hace un momento leía Palinuro de México (libro que, por cierto hojeé por primera vez en la biblioteca de uno de mis abuelos hace algunos años) y los recordé. Primero a uno y luego, atraído por la inercia, al otro. Nunca he escrito sobre ellos, sin embargo son una constante en mis conversaciones. Creo que a uno los abuelos siempre le parecerán ese hervidero de historias que valen la pena contar. No sé si quiero reproducir las historias de los dos, de sus vidas tan diferentes e incluso del modo tan diferente que la misma enfermedad tuvo de acabarlos (a uno poco a poco, disminuyéndolo como a pellizcos y al otro, de golpe, como un huracán que le pasara por encima y lo deshiciera en segundos), creo que más bien me gustaría hacer una pequeña viñeta de ellos. O bien, de la construcción que me hice de ellos.
- Federico
Fue a él a quién recordé primero al leer al abuelo de Palinuro contándole a sus nietos cómo en su ropero viven escondidos tres de sus amigos. Pensé que esa historia bien me la hubiera podido contar él, hace muchos años, mientras lo escuchaba atentísima frente a la chimenea. Cuando era niña, me contaba que en la familia había una rama de hombres lobo y que unos parientes de Zapotlán ya habían recibido la queja de que ahí andaba el tío abuelo lobo asustando a los del pueblo. "Tenemos que ir a matarlo, es nuestra responsabilidad porque es de nuestra familia", decía con toda seriedad. Luego nos daba indicaciones a mi primo y a mí: mi abuelo levantaría el ataúd, yo sostendría una estaca sobre el corazón del hombre lobo-tío segundo, y mi primo golpearía la estaca con un mazo. Después, de su cueva que estaría llena de oro, podríamos tomar lo que quisiéramos, pero con mucho cuidado, porque con el menor ruido despertaríamos a una voz que sentenciaría "todo o nada" y, al no poder sacar nosotros tres el gran tesoro del hombre lobo muerto, tendríamos que salir con las manos vacías de la cueva. De mayor me divertía pensar cómo el abuelo mezclaba todo sin importarle: vampiros, hombres lobo, Alí Babá. Daba igual si servía para la historia.
También, cuando era niña, me hizo creer que conocía fabulosos hechizos para desaparecer y para entrar al mundo de los espejos. Alguna vez nos enseñó, a mi primo y a mí, el hechizo para desaparecer. Ahora imagino que antes de darnos el hechizo se coludió con toda la familia y que los tenía bien adoctrinados: cada vez que escuchaban el "Hocus pocus, pamparayuspi" todos pretendían que no nos veían. Alguna vez, sospechando que aquello era una tomadura de pelo, le pedí que desapareciera él para ver si era cierto. Me dijo que como el era más grande, el truco era más complicado, que podía tardar más tiempo. Al mundo de los espejos no me enseñó a entrar, pero mi primo aseguraba (me lo aseguró todavía hace poco) que a él sí le enseñó aquel truco. Todavía ahora me pregunto cuál habrá sido el maravilloso artificio con el que embaucó a mi primo aquella vez.
Cuando lo conocí de adulto (porque todo abuelo que juega con sus nietos cuando son niños, es también un niño), me seguía pareciendo que había cierto misterio rodeándolo todo el tiempo. Estaba obsesionado con la heráldica, podía rastrear a la familia hasta no sé cuántas generaciones atrás. A veces se quedaba callado en una tristeza contenida y reflexiva. Hermético. Era, además, un tipo muy elegante: le gustaba poner la mesa y asegurarse que hubiera la mayor cantidad de cubiertos para cada comensal. Gracias a eso no me he visto en el apuro de no saber con qué tenedor debo pinchar qué cosa. Lo vi por última vez en navidad de 2009, apenas lo había visto hacía un par de meses: fuerte, sonriente, siendo él. Recuerdo que cuando lo vi esa navidad, por primera vez lo vi anciano. A los pocos días completó el acto de magia que me había prometido realizar cuando era niña y logró desvanecerse por completo. Excelente y adorado mago.
- Homero
Mi madre, mis tías y mi abuela coinciden en que nada aterraba a mi abuelo tanto como la idea de volverse abuelo. Supongo que sentía que un nieto lo envejecería de pronto. Fui su primera nieta y nadie en la familia deja de contarme la sorpresa que fue verlo a él, un militar duro y seco, volverse un hombre tierno en cuanto me tuvo en brazos. No sé si sea cierto o si sea una de esas cursilerías que se cuentan en todas las familias. Lo que sí sé es que me quiso muchísimo. Pasé gran parte de mi vida viviendo cerca de él, por un breve periodo llegué incluso a vivir en su casa. Cuando yo nací, ya no era parte de la Fuerza Aérea y trabajaba como piloto comercial: de cada viaje regresaba con algún regalo que yo esperaba ansiosa con los ojos bien abiertos.
A veces, cuando escucho a otras personas hablar de él, pienso que yo conocí a otro que estaba acurrucado en algún rincón de ese hombre duro, metódico y gruñón del que hablan. Que yo conocí a un hombre-niño que estaba dispuesto a acampar conmigo en el jardín de la casa sólo para permitirme estrenar una tienda de campaña. A pocas personas he querido tanto.
Además, el abuelo era un bibliófago de primera. A veces pienso que, como tuvo una vida difícil, decidió leer mucho para tener de qué hablar con la gente sin tener que recordar su propia vida. Le gustaba la Historia e incluso llegó a dar un par de ponencias en universidades: le interesaba especialmente la Guerra del 47. En todas las habitaciones de su casa un librero lleno de libros leídos lo volvía siempre el centro de la plática. Cuando, a los diez u once años, me encontró en un cuarto hojeando un almanaque, iniciamos una especie de complicidad que duró para siempre. "Todos los libros de esta casa son tuyos" me repetía. Y yo veía asombrada la gran cantidad de libros de los que me volvía dueña cada vez que el abuelo decía eso. De pronto, su estudio, un cuarto polvoso, atiborrado de libros y objetos nostálgicos; el estudio que había estado vedado para sus hijas, su esposa y para cualquier otra persona, abría sus puertas para mí. Me gustaba estar ahí, sentada junto a él en su escritorio mientras lo veía armar modelos a escala de aviones. Una vez me dejó pintar uno de los modelos. Recuerdo que me llevó a que eligiera la pintura y ahora, a distancia, imagino lo que debió costarle a su neurosis ver como el Tigercat F7F-3 quedaba pintado de rosa y negro.
Creo que soy mucho como él y que por eso nos llevamos tan bien y que por eso, a pesar de que su muerte se anunciaba desde hacía meses y que yo estaba segura que ese "fue niño" que me dijo, bromeando, cuando hablamos por teléfono después de su última cirugía, sería el último chiste que le iba a oír, me sorprendió tantísimo su muerte. Creo que es por eso que ahora también se me hacen agua los ojos cuando lo recuerdo.
***
Ellos son mis abuelos. Estas son sus viñetas, sus mínimos homenajes.
martes, 21 de febrero de 2012
Nido
A finales del año pasado se me empezó a descomponer el cuerpo. Toda la vida he sido enfermiza, pero ahora todo me iba fallando de a poquito. El asunto, después de un par de medicamentos, resultó en hacer una desintoxicación de varios días. Sin comer, sin beber y sin fumar. Sólo bebiendo suplementos y agua con sabor a medicina diluida. Es curioso, hasta ahora no me di cuenta que me relaciono oralmente con el mundo. ¿Para qué salir si no podía ni fumar ni comer ni emborracharme? ¿Caminar?, claro, pero eso va con varios cigarros para medir distancias. Como soy un poco obsesiva me planteé la desintoxicación como una especie de encierro.
Si bien recibí a un par de amigos e hice algunas visitas, me dediqué por poco más de diez días a estar en casa. Sólo Luvina y yo, nadie más. Alguien, que ahora creo era Salvador Novo, dice en un ensayo que los hospitales y el campo son los únicos lugares en los que nos podemos permitir escaparnos de la modernidad. Tenía razón. No estuve en el hospital pero me excusé con el organismo débil y volví mi casa un pequeño nosocomio campestre, una casa de retiro prematuro. Me sentó de maravilla.
Con los años he aprendido a estar sola y le he ido agarrando gusto. Creo que tener tiempo para uno es de los grandes placeres de la vida. ¿Que qué hice? Nada. Una absoluta y rotunda nada que se me fue en leer un par de libros, terminar películas que tenía a medias, escuchar mucha música y ponerle orden a mi recetario de cocina. También empecé a escribir una novela que me estaba dando vueltas desde hace varios años y que pinta para ser uno de esos proyectos que naufragan para siempre.Todos deberíamos tener una novela en proceso que pinte para no acabarse nunca.
El caso es que volví mi casa un nido y ahora casi no quiero abandonarlo. Este pequeño retiro, como de hospital o campo, este silencio falso (porque no es silencio: el camión del gas sigue sonando, mis vecinos siendo una familia escandalosa y malhablada y la noche Cholulteca sigue detonándose en miles de cohetes) y reconfortante me parece un asilo precioso. Una cueva cálida e iluminada de la que me permito salir sólo cuando lo considero necesario. Mi casa, mi nido, mi madriguera donde me oculto de la vida que sigue ocurriendo allá afuera, donde la gente se sigue muriendo y sigue atorándose en el tráfico y comiendo en oscuros galerones. No sé luego, pero por el momento, me podría quedar internada para siempre.
Si bien recibí a un par de amigos e hice algunas visitas, me dediqué por poco más de diez días a estar en casa. Sólo Luvina y yo, nadie más. Alguien, que ahora creo era Salvador Novo, dice en un ensayo que los hospitales y el campo son los únicos lugares en los que nos podemos permitir escaparnos de la modernidad. Tenía razón. No estuve en el hospital pero me excusé con el organismo débil y volví mi casa un pequeño nosocomio campestre, una casa de retiro prematuro. Me sentó de maravilla.
Con los años he aprendido a estar sola y le he ido agarrando gusto. Creo que tener tiempo para uno es de los grandes placeres de la vida. ¿Que qué hice? Nada. Una absoluta y rotunda nada que se me fue en leer un par de libros, terminar películas que tenía a medias, escuchar mucha música y ponerle orden a mi recetario de cocina. También empecé a escribir una novela que me estaba dando vueltas desde hace varios años y que pinta para ser uno de esos proyectos que naufragan para siempre.Todos deberíamos tener una novela en proceso que pinte para no acabarse nunca.
El caso es que volví mi casa un nido y ahora casi no quiero abandonarlo. Este pequeño retiro, como de hospital o campo, este silencio falso (porque no es silencio: el camión del gas sigue sonando, mis vecinos siendo una familia escandalosa y malhablada y la noche Cholulteca sigue detonándose en miles de cohetes) y reconfortante me parece un asilo precioso. Una cueva cálida e iluminada de la que me permito salir sólo cuando lo considero necesario. Mi casa, mi nido, mi madriguera donde me oculto de la vida que sigue ocurriendo allá afuera, donde la gente se sigue muriendo y sigue atorándose en el tráfico y comiendo en oscuros galerones. No sé luego, pero por el momento, me podría quedar internada para siempre.
martes, 10 de enero de 2012
Deseo
Hace un par de días me encontré a un amigo que no veía desde la secundaria, poniéndonos al corriente me preguntó si todavía seguía escribiendo. Le dije que sí, que seguía escribiendo, que dejé de hacerlo un tiempo pero que últimamente lo he retomado. Me preguntó sobre qué escribía; por lo general, cuando me preguntan eso, contesto ya sin pensarlo: escribo sobre desencuentros, sobre alienación. Sin embargo, esta vez me detuve un poco y contesté que escribía sobre el deseo. De inmediato mi amigo imaginó relatos eróticos, no, no es eso, le dije, escribo sobre el deseo y su imposibilidad. De eso escribimos todos. Has de ser una persona enojada, me contestó medio bromeando. Tal vez sí sea una persona enojada, pero de eso no quiero hablar ahora, quiero hablar de la imposibilidad del deseo, o en todo caso de mi relación con el deseo, porque qué sé yo de universales.
Deseamos. Todo el tiempo deseamos. Cuando dejamos de desear el mundo pierde su dimensión y se vuelve irreal, de nada sirve hacer un carajo si no deseamos. A mí algunas veces me pasa; le tengo terror al deseo porque le tengo terror a su imposibilidad, entonces se me hace más fácil dejar de desear. No desear ir a la tienda a comprar cigarros, no desear salir de la cama ni quedarme en ella, no desear ver gente ni estar sola, no desear enamorarme, no desear siquiera sexualmente. Me siento entonces como un cadáver flotando en el Ganges, sin control de nada, sin querer tener el control de nada, un cuerpo inerte que es arrastrado según los caprichos del río. El mundo se convierte en cartón, todo se hace utilería. Todos los actos se quedan vacíos de sentido, simples cascarones huecos.
Esa gente que cada año nuevo hace una lista con propósitos no hace más que desear. Yo nunca he hecho semejante cosa, no le veo sentido. Este año, sin embargo, me hice un único propósito: deseo desear. Todo empezó, como todo debe empezar, en el sexo. Hace poco le contaba a mi terapeuta sobre un vato y un episodio cotidiano, en medio de una conversación, en el que de pronto me sentí completamente animal. Yo, mujer de veinticuatro años, estaba sintiendo deseo de una manera reconocible e inédita. Lenta pero segura. Como además de este asunto soy más bien torpe para las relaciones sociales, no hice nada y me quedé muy quietecita en mi silla siguiendo la conversación mientras sentía la estampida estallándome en el cuerpo. Pero me gustó. Es decir, esa sensación única, ese arrebato animal, me gustó por sí misma. Desear es chido, concluí y escribí un poemilla más bien malo al respecto. No, no me malinterpreten, no estoy diciendo que antes de ese momento haya sido una morra frígida incapaz de disfrutar y buscar las cosas deseables de la vida, es sólo que siempre lo intelectualizaba, era una especie de deseo falso y paralelo que estaba más en la construcción de imágenes que en la sensación animal y primaria del deseo.
Y bueno, eso, que estoy en contra de ese otro deseo paralelo y malévolo, ese deseo construido con cuidado, artificial, de goma. Que ya sentí una vez al deseo partiéndome a la mitad y que me gustó sentirme animal. Que deseo con todas mis fuerzas desear como loca. No sé como aprende uno a desear, debe ser una cosa natural que hacemos desde niños, sin pensar en ello y sin preguntarnos cómo se hace. Sé que mi propósito es tan inverosímil como aprender a dormir o a comer, pero deseo, con todas mis fuerzas desear y me parece que eso ya es un gran avance.
Deseamos. Todo el tiempo deseamos. Cuando dejamos de desear el mundo pierde su dimensión y se vuelve irreal, de nada sirve hacer un carajo si no deseamos. A mí algunas veces me pasa; le tengo terror al deseo porque le tengo terror a su imposibilidad, entonces se me hace más fácil dejar de desear. No desear ir a la tienda a comprar cigarros, no desear salir de la cama ni quedarme en ella, no desear ver gente ni estar sola, no desear enamorarme, no desear siquiera sexualmente. Me siento entonces como un cadáver flotando en el Ganges, sin control de nada, sin querer tener el control de nada, un cuerpo inerte que es arrastrado según los caprichos del río. El mundo se convierte en cartón, todo se hace utilería. Todos los actos se quedan vacíos de sentido, simples cascarones huecos.
Esa gente que cada año nuevo hace una lista con propósitos no hace más que desear. Yo nunca he hecho semejante cosa, no le veo sentido. Este año, sin embargo, me hice un único propósito: deseo desear. Todo empezó, como todo debe empezar, en el sexo. Hace poco le contaba a mi terapeuta sobre un vato y un episodio cotidiano, en medio de una conversación, en el que de pronto me sentí completamente animal. Yo, mujer de veinticuatro años, estaba sintiendo deseo de una manera reconocible e inédita. Lenta pero segura. Como además de este asunto soy más bien torpe para las relaciones sociales, no hice nada y me quedé muy quietecita en mi silla siguiendo la conversación mientras sentía la estampida estallándome en el cuerpo. Pero me gustó. Es decir, esa sensación única, ese arrebato animal, me gustó por sí misma. Desear es chido, concluí y escribí un poemilla más bien malo al respecto. No, no me malinterpreten, no estoy diciendo que antes de ese momento haya sido una morra frígida incapaz de disfrutar y buscar las cosas deseables de la vida, es sólo que siempre lo intelectualizaba, era una especie de deseo falso y paralelo que estaba más en la construcción de imágenes que en la sensación animal y primaria del deseo.
Y bueno, eso, que estoy en contra de ese otro deseo paralelo y malévolo, ese deseo construido con cuidado, artificial, de goma. Que ya sentí una vez al deseo partiéndome a la mitad y que me gustó sentirme animal. Que deseo con todas mis fuerzas desear como loca. No sé como aprende uno a desear, debe ser una cosa natural que hacemos desde niños, sin pensar en ello y sin preguntarnos cómo se hace. Sé que mi propósito es tan inverosímil como aprender a dormir o a comer, pero deseo, con todas mis fuerzas desear y me parece que eso ya es un gran avance.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)