lunes, 27 de diciembre de 2010

El acto circense


La cuerda floja sobre la que camino lleva tu nombre,
lo repito a cada paso mientras el abismo me llama
como una cama o como un sexo deseado.
(Doy un paso)
Bajo mis pies se extiende el universo.
Y camino.
 
MAESTRO DE CEREMONIAS:Ahora, nuestra funabulista hará su acto sin red de protección.
(Un paso más)
Tu nombre.
Pienso en el cuello roto, en el pobre empleado
que barrerá mis pedazos al terminar la función.
(Paso)
Y el público murmura mi desgracia,
la insensatez de la muchacha que camina
a ojos vendados sobre el vacío.
(Paso)
El punto de no retorno.
Y yo –idiota– camino sobre y hacia ti.

MAESTRO DE CEREMONIAS: Una caída ahora resultaría mortal.
Una mujer de ojos clorados llora en el público.
Tu nombre se tambalea bajo mis pies.
(Un paso)
Vértigo. Una valentía imbécil me hace seguir caminando.
La cuerda se extiende infinita hacia el otro extremo.
Abajo un equilibrista me hace señas con las manos.
(Un paso más)
 
MAESTRO DE CEREMONIAS: Redobles  por favor.
Si caigo estallaré en plumas de colores,
en peces dorados boqueando en la impotencia.
(Paso)
Tu nombre se tambalea bajo mis pies.
Caminaré sobre ti.
Hacia ti.
(Doy un paso –puede que sea hacia el vacío-)
La multitud detiene la respiración,
ya sólo suenan lúgubres fanfarrias.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Fede

Fui hija única el tiempo suficiente como para inventarme un amigo imaginario. Recuerdo que mis padres con frecuencia me preguntaban si no quería un hermanito. No, yo quiero un perro rojo. Un perro rojo y un perro rojo. A mis papás les resultó más fácil y más divertido hacerme un hermano que buscarme al perro. A los cinco años y medio conocí a mi hermano. Era un bebé feo, largo, flaco y rojo como el perro imposible.

Este es tu hermano, Ale. Y yo lo veía y supe en lo instintivo y en lo animal que iba a quererlo y a cuidarlo siempre. Más o menos como al año del nacimiento de mi hermano desapareció mi amigo imaginario. No recuerdo haber sentido alguna vez celos, sólo recuerdo que el bebé me parecía una criatura más bien primitiva: gateaba por toda la casa, comía tierra de las macetas, se comía mis crayones y se reía una y otra vez de la misma cara boba.

Cuando éramos niños peleábamos todo el tiempo. Recuerdo luchas maratónicas que terminaban con alguno de los dos llorando con marcas de mordidas por todos lados. Sin embargo, me gustaba estar con él. Durante casi dos años dormí todos los días en una cama improvisada en su cuarto. Nos quedábamos viendo películas hasta quedarnos dormidos, jugábamos carreras de carritos y nos poníamos a inventar monstruos que dibujábamos, coloreábamos y guardábamos celosamente en un portafolio de plástico rojo. Le enseñé a meter las galletas con chispas de chocolate en el microondas por diez segundos para que se derritiera el chocolate pero la masa no se aguadara, le enseñé a mezclar la plastilina para obtener nuevos colores y le enseñé cuándo era que los regaños de mi mamá sí iban en serio.

Mi hermano tiene dieciocho años y es veinte centímetros más alto que yo. Me ayuda a bajar cosas de estantes que están demasiado arriba para mi 1.64, me lleva en su coche a rentar películas y el otro día me invitó a cenar unas hamburguesas bien chingonas. De pronto, yo me volví la menor.

Esta fue la primer navidad de mi vida que no pasé con él. Y no es que la navidad signifique mucho para mí, pero estuve triste. Lo extrañé. Tenía tantas ganas de ir y contarle mis nimiedades, porque él siempre lo comprende todo y me escucha con una calma infinita cuando, muy pacheca, le cuento qué es lo que me parece tan sensacional de tal o cual canción. Sobre todo, cuando algo me angustia y me duele, nada hay como ir con él y contárselo y pareciera que otra vez coloreamos esos monstruos y los archivamos para siempre en el portafolio rojo.

Ese fulano es sensacional, si me dieran a elegir, antes que un perro rojo, elegiría un hermano. Mi primera opción sería el bebé de Eraserhead, pero si me limitaran a seres humanos, no dudaría un segundo y sería a ese mismo cabrón al que elegiría.

Sí, soy una cursi de mierda. Y qué.

Lo no dicho

-Eres muy hermética.
-Sí, como una bolsita Ziploc.
-Hablo en serio.
-Yo no. -Apagué mi cigarro y me quedé callada un rato, él entró a la casa quejándose de mí y de cómo nunca hablo sobre lo que siento, sobre lo que me pasa. Él es mi amigo desde hace muchos años y sabe que así soy, que no sé hablar.

Y no, no sé. Me había preguntado qué me pasaba, la verdad es que yo tampoco entendía bien qué era lo que traía muy adentro doliéndome en las tripas. Sólo sabía que me pasaba algo y no puedo explicar lo que desconozco. Siempre he sido callada.

Mentalmente armo diálogos todo el tiempo, calculo con precisión conversaciones que no ocurrirán nunca. Y estoy callada. Es raro, es como si sintiera que no hay relevancia en lo que pueda decir, o más bien, que no debo decir nada que no tenga la suficiente relevancia, la suficiente pertinencia. Es difícil estar conmigo.

Así empecé a escribir. Tenía la necesidad de entablar una comunicación que no me comprometiera, el anonimato y el artificio de la escritura han sido un refugio cálido y amable durante muchos años. Pero no es suficiente. Nunca ha sido suficiente.

Por lo general soy la muchachita callada de la fiesta, esa que está sentada en una esquina bebiendo sin parar de un vaso rojo y haciendo chain-smoking. Nunca sé de qué debería hablar con la gente. A veces se me acerca un fulano y trato de entablar una conversación que realmente no me interesa. Ah, mira ¿y qué estudias? ¿con quién vienes? sí, yo una maestría, en Teoría y Crítica, no, yo tampoco sé para qué sirve eso. En realidad me gustaría hablar de otras cosas, cosas que no sé cómo oralizar. Ver al fulano y preguntar ¿no te jode?, por ejemplo. A veces lo hago, a veces funciona. Casi nunca.

A veces, cuando salgo con gente que apenas estoy conociendo pienso en lo incómodo que debe resultar verme callada, con mis ojos imbéciles y mis cejas levantadas escuchando con atención. Reviso mentalmente las conversaciones posibles pero mi ineptitud social siempre me dejará callada, con esa cara de vaca que pongo cuando algo me interesa, alentando un monólogo involuntario.

Con el tiempo voy hablando más, y con el tiempo, la gente cercana aprende a leerme como si fuera un reporte o un diario, es decir, a través de mis silencios. Soy una mujer de lo no dicho

-Nunca hablas de nada importante.
-No es importante hablar de lo importante. -Y salgo de la casa, enciendo otro cigarro y me quedo viendo el árbol inmenso del jardín, pensando en cuántas veces no lo habré visto antes mientras un universo inefable me borbotea en las entrañas.

La corcobaya que narra

Son las tres de la mañana. Son las tres de la mañana. No puedo dormir y son las tres de la mañana.

¿De qué habla uno en un primer post? Uno se justifica, imagino. Uno se disculpa con los lectores -de antemano- por todas las barbaridades que escribirá. Lo siento.

No sé porque abrí un blog. Es decir, no podría justificarme. Digamos que lo hago por lo mismo que un niño va con su madre y le enseña un dibujo: mira.

Desde lo inmediato, abrí un blog porque siento un abismo creciéndome entre las costillas y hay que exorcizarlo. Hay que decirlo para ver si lo entiendo, para ver si deja de joder.

No deja.

También lo abrí por las cotidianidades. Soy más bien un animal de lo cotidiano. Soy, sobretodo, un animal de las narraciones. Soy una corcobaya que narra.

Y sí, soy una persona solitaria. Más allá de cualquier estética, yo soy más grande hacia adentro que hacia afuera. En actos como abrir un blog pretendo una comunicación cómoda e íntima. En un blog uno nunca verá la cara de su interlocutor (ahora me recuerdo, hace muchos años, apagando las luces y hablando, con un chico, en la oscuridad, sólo así, sin verlo, podía hablar desde lo emotivo con él), yo sólo con los ojos cerrados puedo contar la historia completa.

Y eso, este es un blog, el tercero que abro. Probablemente, el tercero que abandone.