miércoles, 3 de octubre de 2012

Crecer

Cuando mi hermano y yo éramos niños, mi padre iba marcando en alguna pared oculta de la casa nuestras estaturas. Nos medía cada cierto tiempo, cuando se acordaba o cuando se lo pedíamos. Recuerdo las rayitas en lápiz en la pared y abajo las anotaciones con la fecha y nuestras estaturas. Cuando nos mudamos por última vez, ya no me midió a mí porque yo ya había dejado de crecer. Supongo que lo hacía no tanto para llevar un registro de cuánto crecíamos sino para constatar que, efectivamente, crecíamos. Es difícil notar los cambios en las cosas y las personas que vemos todos los días, ya ni hablar de los cambios en uno mismo.

Hubo otro crecimiento, aún más sutil y más complicado de observar. Un crecimiento que llaman madurez, como si fuéramos unos zapotes agusanados. Supongo que, por ejemplo, mi madre se dio cuenta que yo estaba creciendo el día que me dijo que no fuera a llegar muy tarde porque viajábamos temprano al día siguiente y le dije que ya sabía que saldríamos temprano y que tenía el criterio suficiente para saber a qué hora llegar y el ánimo necesario para responsabilizarme de ello. O que mi padre notó algo cuando le dije que ya no me sentía cómoda con que me pagara la renta y que dejara que yo pusiera algo o que la pagara toda cuando tuviera dinero suficiente. Supongo que esas son rayitas en la tabla mental de crecimiento que tienen de mí. Es difícil, porque después ya no hay vuelta atrás.

Pero yo no lo había visto hasta hace poco. Es una tontería, pero no había notado que soy una adulta; que me volví una sin darme cuenta cuándo o cómo. Como pasa muchas veces en estas cosas, me di cuenta de un modo más bien cruel: en un periodo cortísimo de tiempo he tenido que llenar datos para un seguro médico, considerar invertir mis escuálidos ahorros en un proyecto personal, hablar con agentes inmobiliarios sobre créditos, enfrentarme a un brote acelerado de canas, a encontrar de pronto mis facciones más angulosas en los espejos, a ir a notarios, a felicitar parejas embarazadas, a hablar sólo del trabajo, a pensar sobre renunciar o no a un trabajo por la seguridad económica que representa, a un montón de esas cositas engorrosas y cotidianas que vienen con la adultez.

De pronto todo aquello se me presentó como una única certeza: ya diste el paso y, no importa cuánto lo intentes, no puedes retroceder. Asusta. Mucho.

Hace dos semanas llevé a Luvina a casa de mis papás. Lo hice porque ya no puede estar aquí en la casa: todo se inunda con la más mínima lluvia y ella se llena de ronchas y, además, el otro perro, el de mis vecinos, se la pasaba dándole en su madre. La idea era buscar otra casa y cambiarme, porque eso de vivir en una casa inundada, con asbesto en el techo, sin agua caliente, sin estufa y con quién sabe qué será mañana lo que le falle, ya no me gusta. Ya no estoy dispuesta a soportarlo. Esta mañana, después de casi tres meses de búsquedas infructuosas, extrañando a mi perro y viendo el charquito que se hace alrededor de mis zapatos cuando piso la alfombra, me solté a llorar. Me sentí rebasada por la situación y lo único que pude hacer en ese momento fue sentarme en el sillón de mi sala a llorar como escuincla. Luego salí a la calle y seguí buscando casas que se ajusten a mi presupuesto y que se vean más firmes que esta cabaña del Tío Chueco en la que vivo.

Me pregunto si a todos les pasa. Si mi madre alguna vez se sentó a llorar porque tenía que llevar a los niños a la escuela y uno de ellos estaba enfermo y además tenía que aventarse algún trámite engorroso con el seguro médico. O si mi padre se sentó a llorar porque estaba hasta el cuello de trabajo y tenía que pagar la colegiatura de alguno de sus hijos y además comprarle pantalones a aquel que no dejaba de crecer y él sólo quería detener todo un par de semanas y dormir. Supongo que le pasa a todos, es sólo que no hablamos de ello.

No sólo es el asunto de la casa, del perro y del dinero. Es algo más, es una incomodidad ubicada en un lugar que no logro precisar, es la sensación de que, de un momento al otro, las cotidianidades van a ganar y me van a caer encima sepultándome entre un montón de papeles y actas y juntas y cafés tomados mientras se habla de negocios (¡ja!, negocios). Cuando era niña, sufría unos dolores fortísimos en las piernas, me levantaban en la noche y no me dejaban dormir. "Es el crecimiento", le dijo un ortopedista a mi madre. Pues ahora me pasa algo similar: un esqueleto no material que llevo dentro se está estirando y hay días en los que me duele tanto que tengo que sentarme a llorar en el sillón.

El dolor de las piernas se me quitó con los años. Espero que con este pase igual.