lunes, 27 de junio de 2011

24

Estoy a poquísimos días de cumplir 24 años. Lo pienso y siento un pequeño vacío en la panza, en el pecho. No es la tontería esa de hacerse viejo o de hacerse mayor, ridículo sería que a los 24 tenga miedo de hacerme vieja. Es algo más, es un temor animal que no sé como explicar. Es un temor como a no dar el ancho.

A veces me veo y me parezco el ser más indefenso del planeta: me cortan la luz porque pierdo el recibo y no voy a pagar, tengo un cuerpo idiota que se enferma cada tercer día, no me alcanza el dinero para comer y tengo que ir a visitar almas caritativas que me alimenten, siempre se me va el camión de la basura, tengo un par de deudas millonarias con la biblioteca de la universidad y con Blockbuster, olvido coser los botones que se me caen de la ropa, tengo que checar en más de una ocasión que la estufa esté apagada. A veces pienso que soy medio sope para esto de la vida. Y es eso lo que me preocupa: veinticuatro ya es un número en el que uno tiene que valerse por sí mismo. Y me asusta tener la certeza de que, mientras más tiempo pasa, estoy más lejos de los problemas resueltos por el resto de la gente, por esa gente que me mira ahí, tan torpe como un animalito del bosque y se toca el corazón y me echa la mano.

Ahí están mis padres, claro, pero uno es un animalito del bosque muy pretencioso que prefiere vivir de latas de atún un mes que pedir un paro de dinero a sus papás. Me da mucho miedo la idea de que, mientras más años cumpla, el "está morrita" ya no va a ser lo que concluya la gente cuando hablen de mis pendejadas. Porque si para algo es bueno este animalito del bosque es para hacer pendejadas.

Me gusta la estupidez de la juventud. Es una estupidez a la que todos tenemos derecho, es una estupidez que voy a ir dejando poquito a poco, casi sin darme cuenta. Una estupidez que voy a empezar a notar en gente más joven y a decir con añoranza y tristeza: "bueno, están morritos". Me da mucho miedo.

Veinticuatro es sólo un número. No es siquiera un número grande si hablamos de edad, pero es un número que irá aumentando sin importar lo que yo haga o deje de hacer (digo, a no ser que me muera porque los muertos no cumplen años, pero los muertos tampoco pueden permitirse hacer estupideces. Nunca he escuchado a alguien decir "Qué pendejada hizo fulano, pero bueno, es un muerto"), y para cómo me veo -sentada en la cama sin haber dormido, esperando que den las 10 para ir a la tiendita a comprar algo de comer porque ayer me olvidé que la gente come y se me ha olvidado ir al súper en meses- voy a terminar siendo uno de esos adultos accidentados y curiosos. Una de esas personas a las que la vida los rebasa y de pronto, en medio de la calle, con una tormenta encima, se sueltan a llorar porque se les rompió la bolsa dónde llevaban sus naranjas y sus jitomates.

Sí, me aterran mis prontos 24.

viernes, 10 de junio de 2011

Ventanas

Por la ventana del avión vi los Andes, vi el aeropuerto de Santiago de Chile acercándose y, unas horas más tarde, lo vi hacerse diminuto nuevamente a través de la ventanilla. Aterricé en Ezeiza de día. Bajé del avión y ahí estaba él esperándome. Nos fumamos un cigarro afuera del aeropuerto, le pegaba la nariz helada a los cachetes. Estaba contenta.

En el taxi veía por la ventana cómo íbamos entrando a Buenos Aires, él no paraba de hablar, me reía. Acá en México teníamos nuestros problemas pero ahora estábamos en otro hemisferio, ahora estábamos empezando otra vez. Ahora teníamos seis meses -tiempo suficiente- para reconstruir nuestra relación que estaba despostillada por todos lados. Al principio nos quedamos en un hostal colorido y paseábamos todo el tiempo. Éramos jodidamente felices.

Nos mudamos a un departamento pequeñito y acogedor. Sabíamos que tendríamos que mudarnos de nuevo porque la renta era demasiado cara. Pero la idea de tener un techo y una cocina y una cama grande para los dos nos tenía contentos. En la habitación había una ventana con una gruesa persiana de madera que oscurecía el cuarto. Traté de abrir la persiana pero estaba atascada, se lo comentaríamos a la casera.

A veces pasábamos el tiempo imaginando qué habría detrás de aquella ventana tapiada.
-Un parque.
-Un jardín con una fuente.
-Una gran vista de la ciudad.
-Un parque, un jardín con una fuente y una gran vista de la ciudad.

De pronto, como si también hubieran volado desde México, pero un poco más demorados, regresaron nuestros problemas. Él estaba obsesionado con la idea de aprovechar al máximo la ciudad, lo preocupaba a tal grado que era casi una obligación divertirse, pasarla bien, salir por las noches, conocer gente. Yo trataba de convencerlo de que todo aquello debería ser un proceso más orgánico, que si no se lo tomaba como obligación las cosas llegarían solas. Nos fuimos deteriorando en un arrastrarnos el uno al otro echos bultos de los bares a la casa. Estábamos del carajo, estábamos tristes.

De pronto dos años de vivir juntos se nos quebraban en las manos. Allá, lejos de todos, lejos de mi mamá que me dijera "no pasa nada, mija, ya verás como todo se va a poner mejor", lejos de los amigos con los que podía salir a quejarme y a sacarme el encabronamiento. De pronto nos caíamos en cachitos ahí dónde nadie podía recogernos.

Una semana antes de dejar el departamento llegó la casera con un hombre que arreglaría la persiana. Estuvo trabajando un buen rato en el cuarto. Él y yo estábamos en la sala, jugamos por última vez a adivinar qué habría del otro lado. Yo pensaba que dejaríamos ese departamento, que nos cambiaríamos al otro, pequeñito pero que prometía nuevamente un inicio.
-Ya quedó su ventana chicos.
Entramos emocionados a asomarnos por la venta. La ventana daba a un muro. Lo único que veíamos por la ventana era un pinche muro. Adentro también sólo podíamos ver eso.

Duramos juntos un par de meses más. A veces pienso que si hubiera habido un jardín las cosas hubieran sido un poquito diferentes.