miércoles, 30 de octubre de 2013

Túneles

Usemos una metáfora fácil: un túnel. Cuando era niña y pasaba por un túnel contenía la respiración hasta atravesarlo por completo. Todavía lo hago a veces. Hay túneles más largos que otros y, casi siempre, desconocía la longitud del túnel que atravesaba; el esfuerzo que implicaría contener la respiración al cruzarlo.
Esto es algo similar. Esto que llamo “esto” para no decirle “depresión” o “bajoneo” o como sea. Esto que llamo “esto” porque lo tengo aquí, creciéndome en el esqueleto desde no me acuerdo cuándo. Esto que llamo “esto” porque es como si lo pudiera sujetar con mis dedos y mostrarlo a un interlocutor que no verá nada.
Decía: esto es similar a atravesar un túnel mientras se contiene la respiración.  A veces el trayecto es cortísimo y se puede llegar al otro extremo sin mayores esfuerzos. Otras, pareciera que el túnel no se va a acabar nunca, que las sienes comenzarán a palpitar y los oídos a doler y que la presión en el pecho será tanta que terminará por reventar los pulmones como una fruta muy madura que ha caído al suelo.
A veces, a unos pocos kilómetros del túnel que hemos dejado atrás, aparece uno nuevo y otro más dejando apenas tiempo de regularizar la respiración. Hay también caminos en los que no cruzamos un solo túnel.
Alguna vez, en un viaje en tren, atravesé un túnel particularmente largo. Oscurísimo. Por la ventana sólo alcanzaba a ver mi reflejo, iluminado por la luz interna del vagón. Esto es algo similar. Después de unos minutos (sobra decir que el ejercicio de contener la respiración resultó fallido en aquella ocasión) mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, lograron ver lo que había afuera: afuera había un túnel. Nada más. Tierra rascada, oscuridad, un anodino vacío. Esto es algo similar. ¿Cuánto duraría aquel túnel?, ¿aquel hastío de la nada desplazándose, a la velocidad del tren, frente a mis ojos? Antes había visto llanuras y montañas y pequeños poblados con hombres de sombrero, antes había visto nubes y borregos que conformaban un bucólico y gracioso juego de espejos. Antes había visto parvadas de tordos volando como una sola bestia gigante, había visto ciudades pobladas con el mismo edificio repetido casi con exactitud (y digo casi porque en las ventanas, en las cortinas, en las plantas, los tendederos, cada edificio era único). Y ahora nada. Ahora el túnel y su oscuridad y mi reflejo, idiota, mirándome desde la ventana. Esto es algo similar.
 Cuando entro a un túnel, no ya a un túnel real sino a uno que bien podríamos llamar “Esto” temo por su extensión, ¿será lo suficientemente corto como para permitirme aguantar la respiración?, ¿será tan oscuro que sólo podré ver mi reflejo?, ¿será tan largo que mis ojos se acostumbrarán a la oscuridad revelando la claustrofobia que implica vislumbrar un túnel desde sus entrañas?, ¿cuándo se va a acabar?, ¿se va a acabar?, ¿le seguirán otros?, ¿cuántos?, ¿con qué frecuencia?, ¿y si este es el túnel definitivo, el que no terminará nunca?, ¿y si me sofoco con los pulmones reventados antes de salir? Cuando entro a un túnel tengo miedo.
Estoy en un túnel. Llevo un rato en él pero, todavía, con algún esfuerzo de contorsionista, logro ver uno de sus extremos, todavía hay luz. Estoy en un túnel y contengo la respiración aún sin mucha dificultad. Estoy en un túnel y recuerdo otros, enormes, que han parecido no acabarse nunca. Estoy en un túnel y sólo pienso en cuánto necesito que se acabe, que pueda, finalmente, recuperar la respiración. Estoy en un Esto y aunque he pasado por varios, no deja de darme miedo. 

martes, 22 de octubre de 2013

Gatos

Julio Cortázar tiene un cuento (bueno, en realidad tiene muchos; sería más apropiado decir: “Hay un cuento de Julio Cortázar”, pero, en fin) en el que habla de la relación de un gato y una mujer. “La orientación de los gatos”, se llama. A decir verdad nunca me ha gustado el cuento porque, hay que ser honestos, nunca me ha gustado mucho Cortázar, ni lo gatos (las mujeres, en cambio, me gustaron brevemente en la adolescencia, como a todas, supongo: con un deseo primitivo y curioso como de gato que, a veces, todavía vuelve después de unos tres gin tonics). Pero, sobre todo, nunca me ha gustado esa idea que relaciona de un modo íntimo y cómplice a las mujeres con los gatos.

Yo no soy como la Alana de Cortázar que tiene ese lazo místico con Osiris (encima, el animal se llama Osiris) yo soy, más bien, como esa voz narradora que no comprende cómo es que opera la relación entre el gato y su mujer.  Ese tercero que queda excluido en cuanto un gato entra en escena. Esto, que quede claro, no significa que nunca haya querido, con toda mi vanidad y mi fuerza, ser una mujer de gatos. Una de esas mujeres de miradas largas, tristes y serenas, que se asoman lánguidamente por la ventana mientras acarician el lomo de un magnífico gato que se arquea.

Hace una semana, Luvina, mi perro (porque eso sí que soy: persona de perros), encontró un gatito en el patio. Lo recogí con respeto, como hablándole de usted, y le he ofrecido comida, agua y un lugar en la casa en lo que alguna buena mujer de gatos, con sus ojos bellísimos, decide darle un hogar, una ventana por la cual ambos se puedan asomar como mirando a la nada.

Durante esta semana he tratado de comprender al gato, de establecer algún tipo de lazo con él. A ratos he tenido buenos resultados: viene, se acomoda sobre mis piernas y sigue con la mirada el humo de mi cigarro, hipnotizándonos con esos ojos grandes y azules a mi perro y a mí. Nos volvemos como de piedra mientras vemos los movimientos del gato: ligeros, rápidos, precisos. También ha adquirido la manía de subirse a mi hombro, cosa que me parece tierna y simpatiquísima. Aún así, no lo comprendo, no como a Luvina. O, digámoslo con todas sus letras: no lo puedo prosopopeyizar tanto como a Luvina: a veces, cuando después de un día largo y accidentado, llego a casa y ese monstruo menea la cola y viene a echarme sus dos patas delanteras en los hombros, como dando un abrazo, me siento convencida de que Luvina y yo somos casi la misma especie. Nos entendemos. Sé que las virtudes de los gatos son otras; da igual, seremos siempre especies distintas.


Hace un momento, cargué al gato y pasé frente a un espejo. Me sorprendí: esa, la muchacha del reflejo, tenía de pronto esa mirada melancólica, esa belleza de quien oculta un secreto. Esa muchacha del espejo parecía una mujer de gatos. Entonces lo comprendí: Alana no se comunicaba en ningún lenguaje secreto con Osiris. Ese rayo doble de sus miradas no existía en realidad; todo era un efecto mimético. Toda mujer que sostenga un gato adquiriría, en ese momento y por contagio, toda la gallardía, la sensualidad, el misterio y lo incomprensible del animal. Recordé entonces a Luvina, siguiendo con cautela y estática los movimientos del gato: pareciera estoy casi segura que los gatos tienen el poder de volver a todo lo que miren una suerte de espejo. Nosotros no antropomorfizamos a los gatos como lo hacemos con los perros: ellos nos felinimorfizan. Tal vez no me he dado cuenta aún y ya he comenzado mi transformación en gato.