domingo, 29 de mayo de 2011

Mariel

Nunca supe tener amigas. El universo femenino se me presenta como una incógnita engorrosa que no he querido resolver. Cuando en la noche salgo a algún bar acompañada de mis amigos y, allá lejos, en la mesa del fondo, veo a un grupo de muchachas que ríen estrepitosamente subidas en sus tacones y mostrando sus piernas perfectas, tengo el impulso de correr, de alejarme de ellas. No verlas. No logro comprender cómo funcionan esas amistades. Desde niña siempre me mantuve entre hombres -maestraza en incendiar árboles de navidad, jugar vencidas, abrir chelas con encendedores y en entender el lenguaje secreto para indicar que una morra está chida.

Nunca me interesó tener amigas, tuve un par de ellas, por casualidad, en la secundaria en la preparatoria, a las que quiero infinitamente y de las que tal vez, algún día, les cuente. Pero esto va de Mariel, de el accidente más acertado que me pudo ocurrir jamás. La conocí el primer día en la universidad, salíamos de una plática introductoria y, como para librarnos de la tensión de caminar hacia el mismo sitio sin saber de qué hablar, se nos cruzó una oruga. Una oruga verde y enorme. Me detuve a verla y ella se detuvo junto a mí, no sé qué habremos comentado sobre ella. Y así, como sin quererlo, por un proceso orgánico y natural, nos fuimos haciendo amigas.

Por primera vez en mi vida había alguien que me invitara a pasar la noche en su casa para hablar sobre chicos y sobre ropa y sobre literatura. Sobre todo sobre literatura. Ahí estábamos, las dos, comprando vestiditos floreados mientras nos destornillábamos de risa inventando poesía bucólica. Ahí las dos, bien borrachas, haciendo cruces por la calle mientras nos preguntábamos con qué escritor nos gustaría coger.

Junto a Mariel vi muchas cosas por primera vez: un montón de mujeres orinando en el campo oscurecido, una muralla medieval y triste que albergaba a un hombre quemado que bailaba tocando el pandero, una bebida en una copa encendida, la cara desencajada de un amigo en luto, una ciudad ajena y lluviosa repleta de pájaros y gente triste, la luminosidad verde y diminuta que el mar deja en la arena, un museo repleto de objetos que me erizaban el cuero. Esos recuerdos y los que desembocan de ellos están ligados profundamente a Mariel.

Hace poco menos de un año, Mariel, mi amiga, casi parte de mi cuerpo, se fue a vivir a España. No la veo desde entonces. A veces nos enviamos correos largos y ridículos, hablamos por Skype o nos dejamos notas en Facebook o me da estrellitas en Twitter. No basta. Nunca basta. Ni toda la tecnología del mundo vale una tarde con ella, sentadas en los portales de Cholula, tomando un café que se enfría por la plática. Ni una pila enorme de correos equivale a las tazas de vino caliente con azúcar y canela que bebíamos en invierno. La extraño, la extraño con una fuerza meteorológica, de tornado o de tormenta. Y la admiro. Admiro sus ojos que todo el tiempo renuevan el mundo, admiro con qué facilidad toma un montón de letras y las vuelve algo hermoso, admiro como se queda callada, escuchando hasta el final, para dar siempre una opinión acertada, brillante, como un destello efímero y perfecto. Me alegra tanto que esté allá, del otro lado del mar, abriéndose una vida a codazos y siendo feliz. Pero no por eso la extraño menos.

Sólo eso. Hace un momento cayó una tormenta y recordé esas tardes largas que pasábamos hablando de nada, tejiendo unas largas cobijas de esa misma nada y abrigando con ellas todas las angustias que podíamos tener atoradas en el pecho. Cómo me gustaría que el mundo se encogiera o que mi bolsillo se agrandara para poder ir a seguir viendo primeras veces de la vida junto a ella.

Te quiero tanto, tortuguita taruga.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Recordatorio

Hay que dejar registro de lo que sentimos para que, si lo sentimos de nuevo, no creamos que estamos ante algo nuevo, como para saber que son sensaciones que nos acompañan desde hace tiempo. No soy una persona feliz. No soy una persona feliz. No sé si lo he sido. Y sí salgo y me río a carcajadas y tengo amigos y tengo familia y tengo un perrito adorable. Pero aún. Esto es un recordatorio, es una nota que me dejo a mí misma.

Duele. No, no es metáfora. Duele de verdad, duele en el cuerpo, en partes de tu cuerpo que no sabes nombrar porque no sabes que tienes. Duele desde dentro, un dolor pesado y expansivo. Y sólo piensas en estrellarte contra las paredes, en que el dolor te incapacite y que puedas ausentarte por unos días del reloj y del calendario. Y estás dispuesta, estás dispuesta a soportar a los doctores y a las enfermeras pinchándote y el olor nauseabundo de los hospitales porque de verdad necesitas detener todo. Tomar un respiro.

Y piensas, piensas en tus padres que te creen tan estable, tan equilibrada, piensas en tus padres inflándose de orgullo cuando les cuentas tus logros imbéciles y te da tanto miedo que sepan que estás así, temblando y muerta de dolor y de pena. Por eso no dices nada, por eso haces de tripas corazón y te metes a bañar y sales a la calle y le sonríes a los peatones. Pero no por eso deja de doler.

Y entonces tratas de explicarte y lo explicas muy bien desde lo racional y desde la serotonina y la dopamina y los traumas de la infancia. Pero no lo puedes explicar desde lo afectivo, porque lo afectivo está hecho bolas como una página vieja de periódico, lo afectivo ya ni está. Y entonces te encabronas porque en realidad no puedes explicarlo y te aborreces por idiota y por debilucha y por mal cocida.

Y tratas de pensar en cosas que te alegren, en planes a futuro, en deseos, en metas. Pero no encuentras nada, porque nada tiene sentido, porque no hay nada, porque estás hueca. Porque se olvidaron de ponerte relleno y eres sólo un material opaco y quebradizo que contiene un montón de nada.

Y entonces quieres justificar, quieres justificar el levantarte y hacer las cosas, y más allá que el no preocupar a tus padres, a la gente que te quiere, no encuentras nada porque todo es un absurdo, porque el mundo también lo vaciaron, dejaron puro significante, cascarón hueco.

Y sólo te queda escribir, dejar registro de lo que te pasa, como si al hacerlo te lo sacaras del cuerpo, pero no sale. Nunca termina de salir, está cosido a las costillas y se queda pegado.

Y luego te recuperas. Pero ya sabes que es por un rato, que es porque estás agotada. Y entonces sientes miedo, entonces te mueres de miedo y te quedas petrificada porque no lo quieres volver a sentir jamás, porque quieres ser un poco menos como tú y un poco más como todo el mundo o un poco más como tú ves a todo el mundo. Y tratas de no pensar mucho en esto último porque inevitablemente te sentirás rota, descompuesta.

Y buscas salidas, pero todo está tan oscuro que sólo puedes darte de golpes contra el mundo.

Así es como se siente, Alejandra. No te preocupes, ya lo habías sentido antes.