¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿De qué estás hecha?
Desorden disociativo de despersonalización, dijeron los médicos luego de varias consultas (porque te animaste a ir a una consulta cuando comenzó a darte miedo). Has leído el artículo de Wikipedia quinientas veces, has revisado el DSM cada vez que piensas que tienes que acostumbrarte a esto. A veces, cuando bebes de más, terminas contándole a un amigo lo extraño que se siente el no estar en tu cuerpo, siempre parecen asombrados, incluso, el idiota aquel, ese al que le interesaba la meditación, te dijo que te envidiaba.
No poseer tu cuerpo es no poseer nada. Lo has sentido toda la vida. O, mejor dicho, no lo has sentido nunca. Naciste fuera de tu cuerpo. Naciste dividida. A veces, no te das cuenta y hablas en plural y la gente piensa que es una excentricidad, una maña estilística afectada que se te pegó en algún lado. Pero no hay nada de eso. Hablas en plural porque eres plural. Eres uno de esos monstruos que están hechos de pequeños monstruos. Y te da miedo hablar de eso, porque todo mundo parece saberse y piensas que se asustarán, que dirán que estás loca y no tienes, ni remotamente, la genialidad que se necesita para quedarte cómoda si te llaman loca. En algún lado leíste que es común que la gente con el desorden tenga miedo de estar loca.
Y antes de que los médicos lo dijeran, de que pudieras nombrarlo y compartirlo con el porcentaje de la población que lo siente, tuviste que explicártelo. Tuviste que inventarte una radiografía. Decir: este es mi cuerpo y de esto estoy hecha. En fragmentos, por partes, porque no lo entiendes de ningún otro modo. Terminaste creando un zoológico interno.
Primero fueron los peces. La vida en ti también viene del agua. Los peces y lo que implican. Te diste cuenta que tenías la cabeza llena de peces, que eras -sobre todo- un algo hecho de peces. Los peces son lo intangible: lo que piensas, lo que sientes. Peces de colores que brillan y saltan erráticos cuando no puedes dormir y te pierdes en abstracciones viendo al techo. Un acuario hermoso y efervescente que se te despierta en el pecho cuando te sientes viva.
Luego vinieron las hormigas. Las hormigas sirven para recordarte que eres un cuerpo. Que no sólo eres una cosa que piensa. Eres un cuerpo que se llenará de hormigas, que se descompondrá. Eres, sobre todo, un ser orgánico. Tuviste que tatuarte dos en la espalda para que, cuando te reflejes en el espejo, recuerdes que eres un cuerpo. Que toda tú eres alimento. Que no hay diferencia entre la que siente frío o la que toca una mano o entre la boca que toca otra y lo que piensas. Que tu cabeza es parte de tu cuerpo. Tú eres tu cuerpo.
Y las bestias. Bestias que son mitad aves y mitad felinos. Bestias que se comen a sí mismas y que me habitan en el tórax, que rasguñan desde dentro. Las siento rasgando tras las costillas, subiendo por la garganta. Las siento volviéndose locas y precipitándose en una estampida que ni peces ni hormigas pueden detener. Ellas son las cabronas. A veces trato de mantenerlas encerradas, de dejarlas en sus jaulas hermosas, pero jaulas al fin. Siempre se escapan. Rasguñan y chillan de pronto, cuando estoy cruzando la calle o cuando veo un comercial en la televisión. Ellas son las que me hacen sentir menos en mi cuerpo. Cuando aparecen las panteras embravecidas y aladas, cuando las escucho gruñir, dejo mi cuerpo. Entonces no soy. Entonces sólo soy mitad pantera y mitad ave. Entonces no estoy en ningún lado.
Un zoológico. Creaste un zoológico para explicarte. Te habitaste de bestias, te dividiste. Y tu explicación, ni qué decir, te parece más certera que la de cualquier manual.
jueves, 3 de noviembre de 2011
lunes, 10 de octubre de 2011
Cholula
Llegué a Cholula a los pocos días de haber cumplido 18 años. Conmigo venían mi novio y un par de amigos en común que, en realidad, eran más sus amigos que los míos. Al par de meses Manuel y yo terminamos una relación larga y me quedé prácticamente sola en un lugar nuevo.
Fue entonces cuando conocí de verdad Cholula: su noche inacabable, sus portales tristes frente a los cuales posó alguna vez mi poeta favorito, su pirámide viva y brillante dominando todo, sus atardeceres de horizonte infinito y color inverosímil, sus calles empedradas, enlodadas, encharcadas, pletóricas de perros y bicicletas, de fiestas con sonidero, con cohetes, con borrachos poseídos que aúllan de alegría y de alcohol.
Siempre pensé que esa gente que habla de la pertenencia eran charlatanes, luego llegué aquí. "Ten cuidado, porque Cholula luego te atrapa y ya nunca te deja irte, ve a fulano: llegó a mediados de los ochenta y acá sigue" me decían, y yo creía que no, que a mí nada: que acababa mis asuntos y disculpe usted, mi sombrero, mis guantes y hasta luego. Pero no. Nada de con su permiso, acá me quedé; Cholula me atrapó con su pulso vivo y tremendo.
Junto conmigo se quedaron otros muchos. Cuando es verano o diciembre y los estudiantes vuelven a casa de su familia, en Cholula sólo quedan los cholultecas con sus gestos duros y sus corazones enormes y nosotros, los atrapados. Se pueden ver nuestras sombras proyectadas en los adoquines, haciéndose largas con las luces de las farolas, nos vemos reflejados en los charcos afuera de las misceláneas mientras compartimos una caguama tibia, se escuchan nuestras risas, tristes, perdidas, rompiendo la noche como el ruido de los cohetes.
Cholula, la milenaria, la que desde el preclásico no ha descansado, a la que le escribieron Neruda y Heredia. A la que he tratado de escribir sin ofenderla, siempre de manera fallida. Cholula la bella, la cabrona, la encabronada, la viva, la rabiosa, la sincrética, la doble y la única. Cholula la trampa, el agujero, la ratonera. Cholula, la que desde la pirámide parece una hoja cuadrículada e incandescente. Cholula, mi amor.
Hace una semana que todo parece indicar que por andar persiguiendo la chuleta voy a tener que regresar al DF. Si bien me gusta la idea de, como dicen todos los empleados, "crecer profesionalmente", me angustia dejar este otro crecimiento, el crecimiento metafísico, el crecimiento de mi sombra en la noche, el crecimiento de algo que llevo dentro y que ha ido floreciendo en mis seis años acá. Me da miedo la idea de hacer una despedida e invitar a mis amigos e ir al bar de siempre a emborracharme con sangrías y cervezas, de llegar a casa, mi casa, y tratar de guardar todo lo que pueda de Cholula en cajas. Pero me queda un consuelo y es que para mí, Cholula, como París; no se acaba nunca.
martes, 4 de octubre de 2011
Amor
Pues de todos nosotros tú eres a la que le va mejor en eso de salir con gente, me dijo un amigo hace tiempo. Me lo dijo porque le comenté que a veces me siento muy sola. Tiene razón: en los últimos años he conocido a varios chicos, he salido con algunos, me he dolido por un par de ellos y me enamoré de uno. Tiene razón: un par de veces he terminado la noche en un vaivén de besos que no significa más que eso. Sin embargo, la soledad está en otro lado.
Terminé mi última relación en 2008 y yo ya estaba sola mucho antes de que eso ocurriera. Trato de pensar, tan amiga de la lógica yo, en qué fue lo que me obligó a amurallarme, a hacerme un caparazón vistoso que impide a los demás llegar a mis adentros. No encuentro nada.
Todo el tiempo siento como si me enamorara, eso sí. Sé bien que no es más que la ilusión de terminar con el sitio, de dejar pasar a alguien entre las paredes herméticas que se me cierran: es cuestión de que sienta que me comunico para empezar a crear un montón de situaciones imaginarias: el viaje juntos, conocer a sus padres, las caminatas largas, las peleas inútiles sobre cómo se prepara el gazpacho, las películas, el acostumbrarme a su cuerpo en la cama. Entonces pienso que me enamoro, pero no lo hago. Al par de semanas siento que me conecto con otro fulano y otra vez empieza el mismo jolgorio.
Hace poco hablaba con unos amigos sobre el estar enamorado: uno de ellos comentó que hace mucho que no siente el arrebato idiota que todos sentíamos a cada rato en la secundaria. Todos en la mesa asentimos. Me imagino que mientras más grande se hace uno, es más difícil enamorarse de ese modo: cada vez estamos dispuestos a ceder menos, a perder menos el tiempo tratando de conocer a la gente: nada me da tanta pereza como esas primeras conversaciones laterales, sobre nada, sobre qué estudias y te gusta algo, que tienen como objetivo único decir me interesas y quiero conocerte.
A pesar de eso, me enamoré hace poco más de un año. Pero ahí, señores y señoras, está la canallada: no sólo es difícil enamorarse, sino que también, para que la sensación sea completa o, por lo menos, agradable, hay que lograr que la otra persona se enamore de uno. Y uno tan hermético, y uno siendo una bolsita Ziploc emocional. Aún así, creo que este chico se enamoró de mí. Así, sólo así: creo. ¿Que qué pasó? Nada. No pasó nada. Vivíamos en diferentes ciudades y sólo pudimos vernos unas pocas veces: todas ellas valieron la pena. Pero eso no es lo que uno busca. Uno, por muy liberal que aparente ser, por muy bien que se mueva en su soledad, por mucho que le juegue al one night stand, lo que busca es compañía. Lo que se busca es alguien en quien depositar día con día todo el amor que se nos está pudriendo dentro. Y sí, claro, lo depositamos en los amigos y el perro (tan hermoso el perro) y en el trabajo y en la editorial artesanal que uno está empezando. Pero falta algo. Nos han enseñado que falta algo y uno ya no sabe si eso es, en realidad aprendido o si ya venías preparado para añorarlo. Llega el momento en el que no importa ese discurso envalentonado que le soltabas al exnovio con el que te llevas muy bien, sobre el amor como una construcción occidental, como un montón de reacciones químicas que se pueden conseguir con otros estímulos. Uno se asume como buen occidental bebedor de coca cola y uno se siente absolutamente solo. Hay construcciones sociales que no se pueden burlar con elegancia.
Así he sobrevivido este último año: todavía soltando el veneno de mi primer enamoramiento real en años y tratando, de la manera más torpe y errática, de dejar pasar a la gente adentro de las murallas. A veces pienso que soy yo: soy críptica y taciturna, no me gusta arriesgarme y eso de la vida en sociedad nomás no se me da. Luego pienso que por ahí hay un montón de gente que es igual que yo y que tal vez no estoy tan perdida. Pienso que es sólo que no me gusta mucho la gente y que por eso que me cuesta trabajo conocer a alguien que me interese de verdad como para intentar cualquier cosa. Pienso que tal vez soy una de tantas personas que en el fondo está aterrada por el compromiso: por lo que implica dejar la comodidad de la vida en solitario, de mi gotera en el baño y mi desorden en el cuarto, que por eso sólo me relaciono con personas que sé, desde el principio, que serán un fracaso como plan a futuro: el que tiene novia, el que vive en otra ciudad, el que me lleva demasiados años, el que está totalmente entregado a su chamba. Entonces, aterrada por la soledad, sólo me queda ir naufragando de hombre imposible en hombre imposible como si fueran aspirinas, como si fueran pequeños simulacros de amor. Sólo nos podemos ver muy de vez en cuando: perfecto. Esto no va a llevar a ningún lado: mejor aún. Tanto miedo que da dejar la zona de confort.
Lo jodido, creo yo, es que no son situaciones que se elijan conscientemente, son situaciones que no noto hasta que estoy en el diván contándole a mi terapeuta del nuevo fulano que conocí y me doy cuenta que por ahí no es. Esta mujer ha de pensar que soy bien pendeja, pienso. Y es que tal vez lo soy. Es que todos somos medio pendejos en eso de los enamoramientos.
Lo que pasa, lo que olvidamos, es que el amor (ay, el amor, pinche palabrita tan manida, tan vacía ya de significados reales) es un accidente. Uno no puede elegir los accidentes: puedes tratar de tener precaución para que no ocurran o puedes tratar de ocasionarlos, pero un accidente es, por definición, algo que se sale de nuestras manos. Y ahí vamos, tan tontos, tan ingenuos, creyendo que podemos cazar accidentes si nos ponemos las botitas de hule o si le hablamos de Crimen y castigo a ese güey que nos gusta tanto. Los accidentes no se cazan: los accidentes ocurren.
Y, como en todo, hay personas que son más propensas a los accidentes que otras. Yo, por ejemplo: accidentada en la vida, muy pinche segura en el amor.
*Nota para el próximo güey del que me enamore: Un día te voy a enseñar esto para que te burles de mi patetismo trasnochado pero a cambio me tienes que invitar a cenar.
Terminé mi última relación en 2008 y yo ya estaba sola mucho antes de que eso ocurriera. Trato de pensar, tan amiga de la lógica yo, en qué fue lo que me obligó a amurallarme, a hacerme un caparazón vistoso que impide a los demás llegar a mis adentros. No encuentro nada.
Todo el tiempo siento como si me enamorara, eso sí. Sé bien que no es más que la ilusión de terminar con el sitio, de dejar pasar a alguien entre las paredes herméticas que se me cierran: es cuestión de que sienta que me comunico para empezar a crear un montón de situaciones imaginarias: el viaje juntos, conocer a sus padres, las caminatas largas, las peleas inútiles sobre cómo se prepara el gazpacho, las películas, el acostumbrarme a su cuerpo en la cama. Entonces pienso que me enamoro, pero no lo hago. Al par de semanas siento que me conecto con otro fulano y otra vez empieza el mismo jolgorio.
Hace poco hablaba con unos amigos sobre el estar enamorado: uno de ellos comentó que hace mucho que no siente el arrebato idiota que todos sentíamos a cada rato en la secundaria. Todos en la mesa asentimos. Me imagino que mientras más grande se hace uno, es más difícil enamorarse de ese modo: cada vez estamos dispuestos a ceder menos, a perder menos el tiempo tratando de conocer a la gente: nada me da tanta pereza como esas primeras conversaciones laterales, sobre nada, sobre qué estudias y te gusta algo, que tienen como objetivo único decir me interesas y quiero conocerte.
A pesar de eso, me enamoré hace poco más de un año. Pero ahí, señores y señoras, está la canallada: no sólo es difícil enamorarse, sino que también, para que la sensación sea completa o, por lo menos, agradable, hay que lograr que la otra persona se enamore de uno. Y uno tan hermético, y uno siendo una bolsita Ziploc emocional. Aún así, creo que este chico se enamoró de mí. Así, sólo así: creo. ¿Que qué pasó? Nada. No pasó nada. Vivíamos en diferentes ciudades y sólo pudimos vernos unas pocas veces: todas ellas valieron la pena. Pero eso no es lo que uno busca. Uno, por muy liberal que aparente ser, por muy bien que se mueva en su soledad, por mucho que le juegue al one night stand, lo que busca es compañía. Lo que se busca es alguien en quien depositar día con día todo el amor que se nos está pudriendo dentro. Y sí, claro, lo depositamos en los amigos y el perro (tan hermoso el perro) y en el trabajo y en la editorial artesanal que uno está empezando. Pero falta algo. Nos han enseñado que falta algo y uno ya no sabe si eso es, en realidad aprendido o si ya venías preparado para añorarlo. Llega el momento en el que no importa ese discurso envalentonado que le soltabas al exnovio con el que te llevas muy bien, sobre el amor como una construcción occidental, como un montón de reacciones químicas que se pueden conseguir con otros estímulos. Uno se asume como buen occidental bebedor de coca cola y uno se siente absolutamente solo. Hay construcciones sociales que no se pueden burlar con elegancia.
Así he sobrevivido este último año: todavía soltando el veneno de mi primer enamoramiento real en años y tratando, de la manera más torpe y errática, de dejar pasar a la gente adentro de las murallas. A veces pienso que soy yo: soy críptica y taciturna, no me gusta arriesgarme y eso de la vida en sociedad nomás no se me da. Luego pienso que por ahí hay un montón de gente que es igual que yo y que tal vez no estoy tan perdida. Pienso que es sólo que no me gusta mucho la gente y que por eso que me cuesta trabajo conocer a alguien que me interese de verdad como para intentar cualquier cosa. Pienso que tal vez soy una de tantas personas que en el fondo está aterrada por el compromiso: por lo que implica dejar la comodidad de la vida en solitario, de mi gotera en el baño y mi desorden en el cuarto, que por eso sólo me relaciono con personas que sé, desde el principio, que serán un fracaso como plan a futuro: el que tiene novia, el que vive en otra ciudad, el que me lleva demasiados años, el que está totalmente entregado a su chamba. Entonces, aterrada por la soledad, sólo me queda ir naufragando de hombre imposible en hombre imposible como si fueran aspirinas, como si fueran pequeños simulacros de amor. Sólo nos podemos ver muy de vez en cuando: perfecto. Esto no va a llevar a ningún lado: mejor aún. Tanto miedo que da dejar la zona de confort.
Lo jodido, creo yo, es que no son situaciones que se elijan conscientemente, son situaciones que no noto hasta que estoy en el diván contándole a mi terapeuta del nuevo fulano que conocí y me doy cuenta que por ahí no es. Esta mujer ha de pensar que soy bien pendeja, pienso. Y es que tal vez lo soy. Es que todos somos medio pendejos en eso de los enamoramientos.
Lo que pasa, lo que olvidamos, es que el amor (ay, el amor, pinche palabrita tan manida, tan vacía ya de significados reales) es un accidente. Uno no puede elegir los accidentes: puedes tratar de tener precaución para que no ocurran o puedes tratar de ocasionarlos, pero un accidente es, por definición, algo que se sale de nuestras manos. Y ahí vamos, tan tontos, tan ingenuos, creyendo que podemos cazar accidentes si nos ponemos las botitas de hule o si le hablamos de Crimen y castigo a ese güey que nos gusta tanto. Los accidentes no se cazan: los accidentes ocurren.
Y, como en todo, hay personas que son más propensas a los accidentes que otras. Yo, por ejemplo: accidentada en la vida, muy pinche segura en el amor.
*Nota para el próximo güey del que me enamore: Un día te voy a enseñar esto para que te burles de mi patetismo trasnochado pero a cambio me tienes que invitar a cenar.
jueves, 11 de agosto de 2011
Guerra
No sé mucho de nada. Sé lo básico, lo animal: qué me gusta, qué me da miedo, qué me hace sentir segura, qué me llena de temor.
Sé que estoy cansada de leer los periódicos, de enterarme de un país que se cae a pedazos, que está pegado con saliva. De un país que me da una nacionalidad, una nacionalidad con la que cada vez me identifico menos. Un país que me duele íntimamente, en los valores que le enseñan a uno en la primaria y que, sin quererlo, se van quedando dentro de nosotros.
Me duele y de pronto no sé qué hacer, no sé hacia dónde voltear, no sé en qué creer. No me queda más que decir el dolor para ver si así se puede exorcizar, para ver si genera por ahí un eco que me haga sentir menos indefensa en medio de esta hecatombe de disparos y sangre.
No es el narcotráfico, no es la inseguridad, no es la corrupción: esos son sólo síntomas de una enfermedad social más antigua, que viene desde no sé cuándo, que viene desde antes de lo que cualquiera nos pueda contar. Combatir un síntoma sólo ayuda a permitir que la enfermedad siga avanzando. Habría que atacar directamente a la enfermedad. De nada sirven, de nada, los militares en las calles, los 40 mil muertos que, sin saber cómo ni porqué, se han atravesado en una lucha estéril que sólo nos está mermando como sociedad.
Y claro, no faltan los escépticos, los que dicen que nada se puede hacer. Yo no sé qué se pueda hacer, yo sólo tengo mi voz para quejarme, para hablar de este dolor tremendo que llevo dentro desde hace meses, de esta rabia indecible que me crece dentro como un cáncer. Y es eso lo que hago.
También están los otros, los que se quedan tan tranquilos pensando que el narcotráfico es el único problema, que si no compran drogas ya están haciendo mucho. No sólo es eso. Estamos en medio de dos frentes, podemos elegir no alimentar a uno: al ilegal, ¿pero al otro? El otro frente nos deja sin opción, el otro frente, el que supuestamente nos representa no nos deja elegir: es cuestión de ir a comprar un gansito a la tiendita para que un porcentaje de nuestro dinero se vuelva impuesto, es cuestión de pagar nuestra tenencia, la luz, el agua, para que un poquito de nuestro dinero se vuelva un arma que lo mismo termina en un "malo" que explotándole a un niño y dejándolo sin pierna, sin brazo y sin testículos. Yo no puedo estar tranquila.
Lo que olvidamos, muchas veces, es que el gobierno, como democracia que es, debe de representarnos. Es nuestro derecho y nuestro deber exigirle, hacerle ver que se está equivocando que no me está representando a mí, estudiante de veinticuatro años, cuando balacean a una familia que no se detuvo en un retén militar, cuando un montón de policías irrumpen en casa de gente inocente, amenazando, apuntando, siempre apuntando. Esas armas nos están apuntando a todos, es cuestión de ver, de fijarse, en las carreteras, en la calle, tomando un café en un Oxxo a las tres de la mañana: policías, militares, armados hasta los dientes; cargando esos aparatos que sirven, sobre todo, para dar miedo, para hacernos saber que nos pueden matar.
A mí me da miedo, a mí me dan ganas de agarrar mis cosas y mis poquitos ahorros y salir corriendo, sin importarme un cuerno el Huapango de Moncayo y el México lindo y querido, pero hay algo que me deja aquí, que me amarra: en este tanque de guerra también metieron a la gente que amo. Uno no puede dejar tanto sólo porque tiene miedo. ¿Qué me queda entonces sino hablar, sino compartir esta rabia y este temor? ¿Qué me queda entonces sino tratar de hacerme oír, tratar -sin importar lo imposible que lo vea- de hallar una resonancia, una palmada de alivio, un "no estás sola yo también tengo miedo"?
Como dije, yo no sé mucho de nada, yo sé lo que siento y sé qué no me gusta. ¿Hacia dónde habrá que voltear a ver ahora?
Sé que estoy cansada de leer los periódicos, de enterarme de un país que se cae a pedazos, que está pegado con saliva. De un país que me da una nacionalidad, una nacionalidad con la que cada vez me identifico menos. Un país que me duele íntimamente, en los valores que le enseñan a uno en la primaria y que, sin quererlo, se van quedando dentro de nosotros.
Me duele y de pronto no sé qué hacer, no sé hacia dónde voltear, no sé en qué creer. No me queda más que decir el dolor para ver si así se puede exorcizar, para ver si genera por ahí un eco que me haga sentir menos indefensa en medio de esta hecatombe de disparos y sangre.
No es el narcotráfico, no es la inseguridad, no es la corrupción: esos son sólo síntomas de una enfermedad social más antigua, que viene desde no sé cuándo, que viene desde antes de lo que cualquiera nos pueda contar. Combatir un síntoma sólo ayuda a permitir que la enfermedad siga avanzando. Habría que atacar directamente a la enfermedad. De nada sirven, de nada, los militares en las calles, los 40 mil muertos que, sin saber cómo ni porqué, se han atravesado en una lucha estéril que sólo nos está mermando como sociedad.
Y claro, no faltan los escépticos, los que dicen que nada se puede hacer. Yo no sé qué se pueda hacer, yo sólo tengo mi voz para quejarme, para hablar de este dolor tremendo que llevo dentro desde hace meses, de esta rabia indecible que me crece dentro como un cáncer. Y es eso lo que hago.
También están los otros, los que se quedan tan tranquilos pensando que el narcotráfico es el único problema, que si no compran drogas ya están haciendo mucho. No sólo es eso. Estamos en medio de dos frentes, podemos elegir no alimentar a uno: al ilegal, ¿pero al otro? El otro frente nos deja sin opción, el otro frente, el que supuestamente nos representa no nos deja elegir: es cuestión de ir a comprar un gansito a la tiendita para que un porcentaje de nuestro dinero se vuelva impuesto, es cuestión de pagar nuestra tenencia, la luz, el agua, para que un poquito de nuestro dinero se vuelva un arma que lo mismo termina en un "malo" que explotándole a un niño y dejándolo sin pierna, sin brazo y sin testículos. Yo no puedo estar tranquila.
Lo que olvidamos, muchas veces, es que el gobierno, como democracia que es, debe de representarnos. Es nuestro derecho y nuestro deber exigirle, hacerle ver que se está equivocando que no me está representando a mí, estudiante de veinticuatro años, cuando balacean a una familia que no se detuvo en un retén militar, cuando un montón de policías irrumpen en casa de gente inocente, amenazando, apuntando, siempre apuntando. Esas armas nos están apuntando a todos, es cuestión de ver, de fijarse, en las carreteras, en la calle, tomando un café en un Oxxo a las tres de la mañana: policías, militares, armados hasta los dientes; cargando esos aparatos que sirven, sobre todo, para dar miedo, para hacernos saber que nos pueden matar.
A mí me da miedo, a mí me dan ganas de agarrar mis cosas y mis poquitos ahorros y salir corriendo, sin importarme un cuerno el Huapango de Moncayo y el México lindo y querido, pero hay algo que me deja aquí, que me amarra: en este tanque de guerra también metieron a la gente que amo. Uno no puede dejar tanto sólo porque tiene miedo. ¿Qué me queda entonces sino hablar, sino compartir esta rabia y este temor? ¿Qué me queda entonces sino tratar de hacerme oír, tratar -sin importar lo imposible que lo vea- de hallar una resonancia, una palmada de alivio, un "no estás sola yo también tengo miedo"?
Como dije, yo no sé mucho de nada, yo sé lo que siento y sé qué no me gusta. ¿Hacia dónde habrá que voltear a ver ahora?
lunes, 27 de junio de 2011
24
Estoy a poquísimos días de cumplir 24 años. Lo pienso y siento un pequeño vacío en la panza, en el pecho. No es la tontería esa de hacerse viejo o de hacerse mayor, ridículo sería que a los 24 tenga miedo de hacerme vieja. Es algo más, es un temor animal que no sé como explicar. Es un temor como a no dar el ancho.
A veces me veo y me parezco el ser más indefenso del planeta: me cortan la luz porque pierdo el recibo y no voy a pagar, tengo un cuerpo idiota que se enferma cada tercer día, no me alcanza el dinero para comer y tengo que ir a visitar almas caritativas que me alimenten, siempre se me va el camión de la basura, tengo un par de deudas millonarias con la biblioteca de la universidad y con Blockbuster, olvido coser los botones que se me caen de la ropa, tengo que checar en más de una ocasión que la estufa esté apagada. A veces pienso que soy medio sope para esto de la vida. Y es eso lo que me preocupa: veinticuatro ya es un número en el que uno tiene que valerse por sí mismo. Y me asusta tener la certeza de que, mientras más tiempo pasa, estoy más lejos de los problemas resueltos por el resto de la gente, por esa gente que me mira ahí, tan torpe como un animalito del bosque y se toca el corazón y me echa la mano.
Ahí están mis padres, claro, pero uno es un animalito del bosque muy pretencioso que prefiere vivir de latas de atún un mes que pedir un paro de dinero a sus papás. Me da mucho miedo la idea de que, mientras más años cumpla, el "está morrita" ya no va a ser lo que concluya la gente cuando hablen de mis pendejadas. Porque si para algo es bueno este animalito del bosque es para hacer pendejadas.
Me gusta la estupidez de la juventud. Es una estupidez a la que todos tenemos derecho, es una estupidez que voy a ir dejando poquito a poco, casi sin darme cuenta. Una estupidez que voy a empezar a notar en gente más joven y a decir con añoranza y tristeza: "bueno, están morritos". Me da mucho miedo.
Veinticuatro es sólo un número. No es siquiera un número grande si hablamos de edad, pero es un número que irá aumentando sin importar lo que yo haga o deje de hacer (digo, a no ser que me muera porque los muertos no cumplen años, pero los muertos tampoco pueden permitirse hacer estupideces. Nunca he escuchado a alguien decir "Qué pendejada hizo fulano, pero bueno, es un muerto"), y para cómo me veo -sentada en la cama sin haber dormido, esperando que den las 10 para ir a la tiendita a comprar algo de comer porque ayer me olvidé que la gente come y se me ha olvidado ir al súper en meses- voy a terminar siendo uno de esos adultos accidentados y curiosos. Una de esas personas a las que la vida los rebasa y de pronto, en medio de la calle, con una tormenta encima, se sueltan a llorar porque se les rompió la bolsa dónde llevaban sus naranjas y sus jitomates.
Sí, me aterran mis prontos 24.
A veces me veo y me parezco el ser más indefenso del planeta: me cortan la luz porque pierdo el recibo y no voy a pagar, tengo un cuerpo idiota que se enferma cada tercer día, no me alcanza el dinero para comer y tengo que ir a visitar almas caritativas que me alimenten, siempre se me va el camión de la basura, tengo un par de deudas millonarias con la biblioteca de la universidad y con Blockbuster, olvido coser los botones que se me caen de la ropa, tengo que checar en más de una ocasión que la estufa esté apagada. A veces pienso que soy medio sope para esto de la vida. Y es eso lo que me preocupa: veinticuatro ya es un número en el que uno tiene que valerse por sí mismo. Y me asusta tener la certeza de que, mientras más tiempo pasa, estoy más lejos de los problemas resueltos por el resto de la gente, por esa gente que me mira ahí, tan torpe como un animalito del bosque y se toca el corazón y me echa la mano.
Ahí están mis padres, claro, pero uno es un animalito del bosque muy pretencioso que prefiere vivir de latas de atún un mes que pedir un paro de dinero a sus papás. Me da mucho miedo la idea de que, mientras más años cumpla, el "está morrita" ya no va a ser lo que concluya la gente cuando hablen de mis pendejadas. Porque si para algo es bueno este animalito del bosque es para hacer pendejadas.
Me gusta la estupidez de la juventud. Es una estupidez a la que todos tenemos derecho, es una estupidez que voy a ir dejando poquito a poco, casi sin darme cuenta. Una estupidez que voy a empezar a notar en gente más joven y a decir con añoranza y tristeza: "bueno, están morritos". Me da mucho miedo.
Veinticuatro es sólo un número. No es siquiera un número grande si hablamos de edad, pero es un número que irá aumentando sin importar lo que yo haga o deje de hacer (digo, a no ser que me muera porque los muertos no cumplen años, pero los muertos tampoco pueden permitirse hacer estupideces. Nunca he escuchado a alguien decir "Qué pendejada hizo fulano, pero bueno, es un muerto"), y para cómo me veo -sentada en la cama sin haber dormido, esperando que den las 10 para ir a la tiendita a comprar algo de comer porque ayer me olvidé que la gente come y se me ha olvidado ir al súper en meses- voy a terminar siendo uno de esos adultos accidentados y curiosos. Una de esas personas a las que la vida los rebasa y de pronto, en medio de la calle, con una tormenta encima, se sueltan a llorar porque se les rompió la bolsa dónde llevaban sus naranjas y sus jitomates.
Sí, me aterran mis prontos 24.
viernes, 10 de junio de 2011
Ventanas
Por la ventana del avión vi los Andes, vi el aeropuerto de Santiago de Chile acercándose y, unas horas más tarde, lo vi hacerse diminuto nuevamente a través de la ventanilla. Aterricé en Ezeiza de día. Bajé del avión y ahí estaba él esperándome. Nos fumamos un cigarro afuera del aeropuerto, le pegaba la nariz helada a los cachetes. Estaba contenta.
En el taxi veía por la ventana cómo íbamos entrando a Buenos Aires, él no paraba de hablar, me reía. Acá en México teníamos nuestros problemas pero ahora estábamos en otro hemisferio, ahora estábamos empezando otra vez. Ahora teníamos seis meses -tiempo suficiente- para reconstruir nuestra relación que estaba despostillada por todos lados. Al principio nos quedamos en un hostal colorido y paseábamos todo el tiempo. Éramos jodidamente felices.
Nos mudamos a un departamento pequeñito y acogedor. Sabíamos que tendríamos que mudarnos de nuevo porque la renta era demasiado cara. Pero la idea de tener un techo y una cocina y una cama grande para los dos nos tenía contentos. En la habitación había una ventana con una gruesa persiana de madera que oscurecía el cuarto. Traté de abrir la persiana pero estaba atascada, se lo comentaríamos a la casera.
A veces pasábamos el tiempo imaginando qué habría detrás de aquella ventana tapiada.
-Un parque.
-Un jardín con una fuente.
-Una gran vista de la ciudad.
-Un parque, un jardín con una fuente y una gran vista de la ciudad.
De pronto, como si también hubieran volado desde México, pero un poco más demorados, regresaron nuestros problemas. Él estaba obsesionado con la idea de aprovechar al máximo la ciudad, lo preocupaba a tal grado que era casi una obligación divertirse, pasarla bien, salir por las noches, conocer gente. Yo trataba de convencerlo de que todo aquello debería ser un proceso más orgánico, que si no se lo tomaba como obligación las cosas llegarían solas. Nos fuimos deteriorando en un arrastrarnos el uno al otro echos bultos de los bares a la casa. Estábamos del carajo, estábamos tristes.
De pronto dos años de vivir juntos se nos quebraban en las manos. Allá, lejos de todos, lejos de mi mamá que me dijera "no pasa nada, mija, ya verás como todo se va a poner mejor", lejos de los amigos con los que podía salir a quejarme y a sacarme el encabronamiento. De pronto nos caíamos en cachitos ahí dónde nadie podía recogernos.
Una semana antes de dejar el departamento llegó la casera con un hombre que arreglaría la persiana. Estuvo trabajando un buen rato en el cuarto. Él y yo estábamos en la sala, jugamos por última vez a adivinar qué habría del otro lado. Yo pensaba que dejaríamos ese departamento, que nos cambiaríamos al otro, pequeñito pero que prometía nuevamente un inicio.
-Ya quedó su ventana chicos.
Entramos emocionados a asomarnos por la venta. La ventana daba a un muro. Lo único que veíamos por la ventana era un pinche muro. Adentro también sólo podíamos ver eso.
Duramos juntos un par de meses más. A veces pienso que si hubiera habido un jardín las cosas hubieran sido un poquito diferentes.
En el taxi veía por la ventana cómo íbamos entrando a Buenos Aires, él no paraba de hablar, me reía. Acá en México teníamos nuestros problemas pero ahora estábamos en otro hemisferio, ahora estábamos empezando otra vez. Ahora teníamos seis meses -tiempo suficiente- para reconstruir nuestra relación que estaba despostillada por todos lados. Al principio nos quedamos en un hostal colorido y paseábamos todo el tiempo. Éramos jodidamente felices.
Nos mudamos a un departamento pequeñito y acogedor. Sabíamos que tendríamos que mudarnos de nuevo porque la renta era demasiado cara. Pero la idea de tener un techo y una cocina y una cama grande para los dos nos tenía contentos. En la habitación había una ventana con una gruesa persiana de madera que oscurecía el cuarto. Traté de abrir la persiana pero estaba atascada, se lo comentaríamos a la casera.
A veces pasábamos el tiempo imaginando qué habría detrás de aquella ventana tapiada.
-Un parque.
-Un jardín con una fuente.
-Una gran vista de la ciudad.
-Un parque, un jardín con una fuente y una gran vista de la ciudad.
De pronto, como si también hubieran volado desde México, pero un poco más demorados, regresaron nuestros problemas. Él estaba obsesionado con la idea de aprovechar al máximo la ciudad, lo preocupaba a tal grado que era casi una obligación divertirse, pasarla bien, salir por las noches, conocer gente. Yo trataba de convencerlo de que todo aquello debería ser un proceso más orgánico, que si no se lo tomaba como obligación las cosas llegarían solas. Nos fuimos deteriorando en un arrastrarnos el uno al otro echos bultos de los bares a la casa. Estábamos del carajo, estábamos tristes.
De pronto dos años de vivir juntos se nos quebraban en las manos. Allá, lejos de todos, lejos de mi mamá que me dijera "no pasa nada, mija, ya verás como todo se va a poner mejor", lejos de los amigos con los que podía salir a quejarme y a sacarme el encabronamiento. De pronto nos caíamos en cachitos ahí dónde nadie podía recogernos.
Una semana antes de dejar el departamento llegó la casera con un hombre que arreglaría la persiana. Estuvo trabajando un buen rato en el cuarto. Él y yo estábamos en la sala, jugamos por última vez a adivinar qué habría del otro lado. Yo pensaba que dejaríamos ese departamento, que nos cambiaríamos al otro, pequeñito pero que prometía nuevamente un inicio.
-Ya quedó su ventana chicos.
Entramos emocionados a asomarnos por la venta. La ventana daba a un muro. Lo único que veíamos por la ventana era un pinche muro. Adentro también sólo podíamos ver eso.
Duramos juntos un par de meses más. A veces pienso que si hubiera habido un jardín las cosas hubieran sido un poquito diferentes.
domingo, 29 de mayo de 2011
Mariel
Nunca supe tener amigas. El universo femenino se me presenta como una incógnita engorrosa que no he querido resolver. Cuando en la noche salgo a algún bar acompañada de mis amigos y, allá lejos, en la mesa del fondo, veo a un grupo de muchachas que ríen estrepitosamente subidas en sus tacones y mostrando sus piernas perfectas, tengo el impulso de correr, de alejarme de ellas. No verlas. No logro comprender cómo funcionan esas amistades. Desde niña siempre me mantuve entre hombres -maestraza en incendiar árboles de navidad, jugar vencidas, abrir chelas con encendedores y en entender el lenguaje secreto para indicar que una morra está chida.
Nunca me interesó tener amigas, tuve un par de ellas, por casualidad, en la secundaria en la preparatoria, a las que quiero infinitamente y de las que tal vez, algún día, les cuente. Pero esto va de Mariel, de el accidente más acertado que me pudo ocurrir jamás. La conocí el primer día en la universidad, salíamos de una plática introductoria y, como para librarnos de la tensión de caminar hacia el mismo sitio sin saber de qué hablar, se nos cruzó una oruga. Una oruga verde y enorme. Me detuve a verla y ella se detuvo junto a mí, no sé qué habremos comentado sobre ella. Y así, como sin quererlo, por un proceso orgánico y natural, nos fuimos haciendo amigas.
Por primera vez en mi vida había alguien que me invitara a pasar la noche en su casa para hablar sobre chicos y sobre ropa y sobre literatura. Sobre todo sobre literatura. Ahí estábamos, las dos, comprando vestiditos floreados mientras nos destornillábamos de risa inventando poesía bucólica. Ahí las dos, bien borrachas, haciendo cruces por la calle mientras nos preguntábamos con qué escritor nos gustaría coger.
Junto a Mariel vi muchas cosas por primera vez: un montón de mujeres orinando en el campo oscurecido, una muralla medieval y triste que albergaba a un hombre quemado que bailaba tocando el pandero, una bebida en una copa encendida, la cara desencajada de un amigo en luto, una ciudad ajena y lluviosa repleta de pájaros y gente triste, la luminosidad verde y diminuta que el mar deja en la arena, un museo repleto de objetos que me erizaban el cuero. Esos recuerdos y los que desembocan de ellos están ligados profundamente a Mariel.
Hace poco menos de un año, Mariel, mi amiga, casi parte de mi cuerpo, se fue a vivir a España. No la veo desde entonces. A veces nos enviamos correos largos y ridículos, hablamos por Skype o nos dejamos notas en Facebook o me da estrellitas en Twitter. No basta. Nunca basta. Ni toda la tecnología del mundo vale una tarde con ella, sentadas en los portales de Cholula, tomando un café que se enfría por la plática. Ni una pila enorme de correos equivale a las tazas de vino caliente con azúcar y canela que bebíamos en invierno. La extraño, la extraño con una fuerza meteorológica, de tornado o de tormenta. Y la admiro. Admiro sus ojos que todo el tiempo renuevan el mundo, admiro con qué facilidad toma un montón de letras y las vuelve algo hermoso, admiro como se queda callada, escuchando hasta el final, para dar siempre una opinión acertada, brillante, como un destello efímero y perfecto. Me alegra tanto que esté allá, del otro lado del mar, abriéndose una vida a codazos y siendo feliz. Pero no por eso la extraño menos.
Sólo eso. Hace un momento cayó una tormenta y recordé esas tardes largas que pasábamos hablando de nada, tejiendo unas largas cobijas de esa misma nada y abrigando con ellas todas las angustias que podíamos tener atoradas en el pecho. Cómo me gustaría que el mundo se encogiera o que mi bolsillo se agrandara para poder ir a seguir viendo primeras veces de la vida junto a ella.
Te quiero tanto, tortuguita taruga.
Nunca me interesó tener amigas, tuve un par de ellas, por casualidad, en la secundaria en la preparatoria, a las que quiero infinitamente y de las que tal vez, algún día, les cuente. Pero esto va de Mariel, de el accidente más acertado que me pudo ocurrir jamás. La conocí el primer día en la universidad, salíamos de una plática introductoria y, como para librarnos de la tensión de caminar hacia el mismo sitio sin saber de qué hablar, se nos cruzó una oruga. Una oruga verde y enorme. Me detuve a verla y ella se detuvo junto a mí, no sé qué habremos comentado sobre ella. Y así, como sin quererlo, por un proceso orgánico y natural, nos fuimos haciendo amigas.
Por primera vez en mi vida había alguien que me invitara a pasar la noche en su casa para hablar sobre chicos y sobre ropa y sobre literatura. Sobre todo sobre literatura. Ahí estábamos, las dos, comprando vestiditos floreados mientras nos destornillábamos de risa inventando poesía bucólica. Ahí las dos, bien borrachas, haciendo cruces por la calle mientras nos preguntábamos con qué escritor nos gustaría coger.
Junto a Mariel vi muchas cosas por primera vez: un montón de mujeres orinando en el campo oscurecido, una muralla medieval y triste que albergaba a un hombre quemado que bailaba tocando el pandero, una bebida en una copa encendida, la cara desencajada de un amigo en luto, una ciudad ajena y lluviosa repleta de pájaros y gente triste, la luminosidad verde y diminuta que el mar deja en la arena, un museo repleto de objetos que me erizaban el cuero. Esos recuerdos y los que desembocan de ellos están ligados profundamente a Mariel.
Hace poco menos de un año, Mariel, mi amiga, casi parte de mi cuerpo, se fue a vivir a España. No la veo desde entonces. A veces nos enviamos correos largos y ridículos, hablamos por Skype o nos dejamos notas en Facebook o me da estrellitas en Twitter. No basta. Nunca basta. Ni toda la tecnología del mundo vale una tarde con ella, sentadas en los portales de Cholula, tomando un café que se enfría por la plática. Ni una pila enorme de correos equivale a las tazas de vino caliente con azúcar y canela que bebíamos en invierno. La extraño, la extraño con una fuerza meteorológica, de tornado o de tormenta. Y la admiro. Admiro sus ojos que todo el tiempo renuevan el mundo, admiro con qué facilidad toma un montón de letras y las vuelve algo hermoso, admiro como se queda callada, escuchando hasta el final, para dar siempre una opinión acertada, brillante, como un destello efímero y perfecto. Me alegra tanto que esté allá, del otro lado del mar, abriéndose una vida a codazos y siendo feliz. Pero no por eso la extraño menos.
Sólo eso. Hace un momento cayó una tormenta y recordé esas tardes largas que pasábamos hablando de nada, tejiendo unas largas cobijas de esa misma nada y abrigando con ellas todas las angustias que podíamos tener atoradas en el pecho. Cómo me gustaría que el mundo se encogiera o que mi bolsillo se agrandara para poder ir a seguir viendo primeras veces de la vida junto a ella.
Te quiero tanto, tortuguita taruga.
miércoles, 11 de mayo de 2011
Recordatorio
Hay que dejar registro de lo que sentimos para que, si lo sentimos de nuevo, no creamos que estamos ante algo nuevo, como para saber que son sensaciones que nos acompañan desde hace tiempo. No soy una persona feliz. No soy una persona feliz. No sé si lo he sido. Y sí salgo y me río a carcajadas y tengo amigos y tengo familia y tengo un perrito adorable. Pero aún. Esto es un recordatorio, es una nota que me dejo a mí misma.
Duele. No, no es metáfora. Duele de verdad, duele en el cuerpo, en partes de tu cuerpo que no sabes nombrar porque no sabes que tienes. Duele desde dentro, un dolor pesado y expansivo. Y sólo piensas en estrellarte contra las paredes, en que el dolor te incapacite y que puedas ausentarte por unos días del reloj y del calendario. Y estás dispuesta, estás dispuesta a soportar a los doctores y a las enfermeras pinchándote y el olor nauseabundo de los hospitales porque de verdad necesitas detener todo. Tomar un respiro.
Y piensas, piensas en tus padres que te creen tan estable, tan equilibrada, piensas en tus padres inflándose de orgullo cuando les cuentas tus logros imbéciles y te da tanto miedo que sepan que estás así, temblando y muerta de dolor y de pena. Por eso no dices nada, por eso haces de tripas corazón y te metes a bañar y sales a la calle y le sonríes a los peatones. Pero no por eso deja de doler.
Y entonces tratas de explicarte y lo explicas muy bien desde lo racional y desde la serotonina y la dopamina y los traumas de la infancia. Pero no lo puedes explicar desde lo afectivo, porque lo afectivo está hecho bolas como una página vieja de periódico, lo afectivo ya ni está. Y entonces te encabronas porque en realidad no puedes explicarlo y te aborreces por idiota y por debilucha y por mal cocida.
Y tratas de pensar en cosas que te alegren, en planes a futuro, en deseos, en metas. Pero no encuentras nada, porque nada tiene sentido, porque no hay nada, porque estás hueca. Porque se olvidaron de ponerte relleno y eres sólo un material opaco y quebradizo que contiene un montón de nada.
Y entonces quieres justificar, quieres justificar el levantarte y hacer las cosas, y más allá que el no preocupar a tus padres, a la gente que te quiere, no encuentras nada porque todo es un absurdo, porque el mundo también lo vaciaron, dejaron puro significante, cascarón hueco.
Y sólo te queda escribir, dejar registro de lo que te pasa, como si al hacerlo te lo sacaras del cuerpo, pero no sale. Nunca termina de salir, está cosido a las costillas y se queda pegado.
Y luego te recuperas. Pero ya sabes que es por un rato, que es porque estás agotada. Y entonces sientes miedo, entonces te mueres de miedo y te quedas petrificada porque no lo quieres volver a sentir jamás, porque quieres ser un poco menos como tú y un poco más como todo el mundo o un poco más como tú ves a todo el mundo. Y tratas de no pensar mucho en esto último porque inevitablemente te sentirás rota, descompuesta.
Y buscas salidas, pero todo está tan oscuro que sólo puedes darte de golpes contra el mundo.
Así es como se siente, Alejandra. No te preocupes, ya lo habías sentido antes.
Duele. No, no es metáfora. Duele de verdad, duele en el cuerpo, en partes de tu cuerpo que no sabes nombrar porque no sabes que tienes. Duele desde dentro, un dolor pesado y expansivo. Y sólo piensas en estrellarte contra las paredes, en que el dolor te incapacite y que puedas ausentarte por unos días del reloj y del calendario. Y estás dispuesta, estás dispuesta a soportar a los doctores y a las enfermeras pinchándote y el olor nauseabundo de los hospitales porque de verdad necesitas detener todo. Tomar un respiro.
Y piensas, piensas en tus padres que te creen tan estable, tan equilibrada, piensas en tus padres inflándose de orgullo cuando les cuentas tus logros imbéciles y te da tanto miedo que sepan que estás así, temblando y muerta de dolor y de pena. Por eso no dices nada, por eso haces de tripas corazón y te metes a bañar y sales a la calle y le sonríes a los peatones. Pero no por eso deja de doler.
Y entonces tratas de explicarte y lo explicas muy bien desde lo racional y desde la serotonina y la dopamina y los traumas de la infancia. Pero no lo puedes explicar desde lo afectivo, porque lo afectivo está hecho bolas como una página vieja de periódico, lo afectivo ya ni está. Y entonces te encabronas porque en realidad no puedes explicarlo y te aborreces por idiota y por debilucha y por mal cocida.
Y tratas de pensar en cosas que te alegren, en planes a futuro, en deseos, en metas. Pero no encuentras nada, porque nada tiene sentido, porque no hay nada, porque estás hueca. Porque se olvidaron de ponerte relleno y eres sólo un material opaco y quebradizo que contiene un montón de nada.
Y entonces quieres justificar, quieres justificar el levantarte y hacer las cosas, y más allá que el no preocupar a tus padres, a la gente que te quiere, no encuentras nada porque todo es un absurdo, porque el mundo también lo vaciaron, dejaron puro significante, cascarón hueco.
Y sólo te queda escribir, dejar registro de lo que te pasa, como si al hacerlo te lo sacaras del cuerpo, pero no sale. Nunca termina de salir, está cosido a las costillas y se queda pegado.
Y luego te recuperas. Pero ya sabes que es por un rato, que es porque estás agotada. Y entonces sientes miedo, entonces te mueres de miedo y te quedas petrificada porque no lo quieres volver a sentir jamás, porque quieres ser un poco menos como tú y un poco más como todo el mundo o un poco más como tú ves a todo el mundo. Y tratas de no pensar mucho en esto último porque inevitablemente te sentirás rota, descompuesta.
Y buscas salidas, pero todo está tan oscuro que sólo puedes darte de golpes contra el mundo.
Así es como se siente, Alejandra. No te preocupes, ya lo habías sentido antes.
jueves, 17 de marzo de 2011
Padre
Padre es un buen tipo. Padre me heredó mucho más que Madre, el aparente carácter impasible, el sentido agudo del humor, el descaro cínico, eso que la gente llama colmillo. Eso lo saqué de Padre. Éramos buenos amigos, cuando era niña le pedía que me llevara a comer helados y me gustaba estar con él. Padre fue un buen padre. Lo es todavía.
A los seis años Padre me enseñó una lección dolorosa que aún llevo como un estigma. Vivíamos en Guadalajara y Padre tenía una pequeña empresa que se dedicaba a hacer trajes de baño, de pronto, con el TLC recién firmado la industria textil nacional, como muchas otras, se vino abajo al no poder competir contra toda la mercancía que llegaba del extranjero. Padre quedó en bancarrota con una hija de seis años y un bebé recién nacido. Decidió irse a la Ciudad de México a buscar trabajo, nos dejó a Madre a Fede y a mí en Guadalajara en lo que terminaba mi ciclo escolar. Recuerdo la tarde en la que Padre me dijo que iríamos a comer a dónde yo eligiera, fuimos por unas pizzas y ahí estaban mis abuelos, luego pasamos por un helado y cuando me acabé el helado de fresa en barquillo Padre me dijo que se iría esa misma tarde a México, que nosotros lo alcanzaríamos después. Me solté en un llanto incontenible. Padre me entregó un sobre cerrado con una carta (porque como yo, ay Padre si soy tu copia exacta, no sabe hablar de lo que siente si no es por escrito) en esa carta venía el estigma que llevo, que me repito por las mañanas antes de salir de la cama "a veces tenemos que hacer cosas que no queremos hacer." Era una carta de despedida, era un disculpa por algo que no era su culpa. Padre le pedía perdón a su hija por irse a otra ciudad para que ella pudiera seguir comiendo helados y yendo a una escuela privada y pudiera ir a la universidad y elegir la carrera que ella quisiera. Padre se sentía culpable.
Lo alcanzamos en México, vivimos con mis abuelos un tiempo y después nos cambiamos a un pequeño departamento y de ahí comenzó nuestro éxodo de casa en casa hasta que Padre tuvo dinero suficiente para comprar una casa propia. Ya casi no éramos amigos. Padre trabajaba mucho, viajaba todo el tiempo, pasaba meses en otras ciudades y regresaba con montones de regalos: nuevas disculpas por preocuparse por nosotros. A veces pienso que Padre es un hombre muy triste, con muchos dolores que no sabe cómo sacar. Nos distanciamos y para cuando él ya tenía tiempo yo ya era una adolescente con novio y vida aparte: ya nunca nos volvimos a encontrar.
Hace seis años que dejé la casa de mis papás, desde entonces, cada vez que veo a Padre y hablo con él siento que nos vamos alejando más y más, que cada vez son menos las cosas en las que coincidimos, que él se vuelve cada vez mayor y más necio. Me doy cuenta que Padre es falible y que cada vez nos comprenderemos menos. Sin embargo, aún tengo ese amor infantil y absoluto, un cariño de cachorro hacia él. A veces hay momentos en los que volvemos a ser los mismos de antes y nos entendemos y volvemos a sentir ese lazo especial, pero son momentos especiales por lo esporádicos. Yo sé que Padre también me extraña, yo sé que él también sabe que perdió una parte de mí y que le duele. Pero también sé que Padre me quiere con ese instinto enorme y abrasador con el que yo lo quiero a él.
Ahí lo tienes Freud, soy una Electra cualquiera.
A los seis años Padre me enseñó una lección dolorosa que aún llevo como un estigma. Vivíamos en Guadalajara y Padre tenía una pequeña empresa que se dedicaba a hacer trajes de baño, de pronto, con el TLC recién firmado la industria textil nacional, como muchas otras, se vino abajo al no poder competir contra toda la mercancía que llegaba del extranjero. Padre quedó en bancarrota con una hija de seis años y un bebé recién nacido. Decidió irse a la Ciudad de México a buscar trabajo, nos dejó a Madre a Fede y a mí en Guadalajara en lo que terminaba mi ciclo escolar. Recuerdo la tarde en la que Padre me dijo que iríamos a comer a dónde yo eligiera, fuimos por unas pizzas y ahí estaban mis abuelos, luego pasamos por un helado y cuando me acabé el helado de fresa en barquillo Padre me dijo que se iría esa misma tarde a México, que nosotros lo alcanzaríamos después. Me solté en un llanto incontenible. Padre me entregó un sobre cerrado con una carta (porque como yo, ay Padre si soy tu copia exacta, no sabe hablar de lo que siente si no es por escrito) en esa carta venía el estigma que llevo, que me repito por las mañanas antes de salir de la cama "a veces tenemos que hacer cosas que no queremos hacer." Era una carta de despedida, era un disculpa por algo que no era su culpa. Padre le pedía perdón a su hija por irse a otra ciudad para que ella pudiera seguir comiendo helados y yendo a una escuela privada y pudiera ir a la universidad y elegir la carrera que ella quisiera. Padre se sentía culpable.
Lo alcanzamos en México, vivimos con mis abuelos un tiempo y después nos cambiamos a un pequeño departamento y de ahí comenzó nuestro éxodo de casa en casa hasta que Padre tuvo dinero suficiente para comprar una casa propia. Ya casi no éramos amigos. Padre trabajaba mucho, viajaba todo el tiempo, pasaba meses en otras ciudades y regresaba con montones de regalos: nuevas disculpas por preocuparse por nosotros. A veces pienso que Padre es un hombre muy triste, con muchos dolores que no sabe cómo sacar. Nos distanciamos y para cuando él ya tenía tiempo yo ya era una adolescente con novio y vida aparte: ya nunca nos volvimos a encontrar.
Hace seis años que dejé la casa de mis papás, desde entonces, cada vez que veo a Padre y hablo con él siento que nos vamos alejando más y más, que cada vez son menos las cosas en las que coincidimos, que él se vuelve cada vez mayor y más necio. Me doy cuenta que Padre es falible y que cada vez nos comprenderemos menos. Sin embargo, aún tengo ese amor infantil y absoluto, un cariño de cachorro hacia él. A veces hay momentos en los que volvemos a ser los mismos de antes y nos entendemos y volvemos a sentir ese lazo especial, pero son momentos especiales por lo esporádicos. Yo sé que Padre también me extraña, yo sé que él también sabe que perdió una parte de mí y que le duele. Pero también sé que Padre me quiere con ese instinto enorme y abrasador con el que yo lo quiero a él.
Ahí lo tienes Freud, soy una Electra cualquiera.
lunes, 14 de febrero de 2011
Enfermedad
Siempre trato de tener algo a lo cual aferrarme: la escuela, el trabajo, mis amigos, lo qué sea. A veces, como ahora, me pasa que no es suficiente. Es como si nada valiera la pena, como si el mundo estuviera tan jodido en sí mismo, desde sus entrañas, que no fuera válido colocar las esperanzas en nada. Es ahí cuando me caigo. Luego, en un afán estúpidamente optimista deposito pequeñas dosis de esperanza en cosas pequeñas y certeras: en que la coca que me dé la máquina de refrescos estará fría, en que la hora y media que pasé haciendo espinacas a la crema estará bien invertida, en que el proyecto de creación que tengo dará frutos y becas y palmadas en la espalda.
Siempre he sido más bien un ser doliente. Muchas veces eso resulta un problema para la gente que está a mi alrededor, es como si sintieran la responsabilidad de ponerme bien, de tenerme contenta. Cuando en realidad no hay nada que pueda hacerlo, sólo una receta médica: salidas para hacer que mi cerebro funcione debidamente. Me gustaría tener a alguien que lo entendiera, que me quisiera aún cuando soy un ser horrendo que llora y que arrastra su sombra como una cobija pesada a las espaldas. Alguien que supiera que sólo necesito calor y compañía.
Es una enfermedad, lo dijo una doctora y luego otra y luego un doctor y luego un terapeuta. Y como tal debería de tratarla, debería de tomar medicamentos y tratar de asumirme así y saber que a veces pasa y que es parte de vivir conmigo. Pero no puedo. Veo a la otra gente, que lleva sus vidas en orden, que pueden señalar exactamente porque les duele lo que les duele y sé que no es normal, que esto que me crece dentro es algo imparable, que ni todas las píldoras del mundo lograrán apaciguar. Me niego a ser ésta. Me niego a ser yo.
No es nada en específico, son tonterías, cotidianidades, un cambio de iluminación, una frase soltada entre calada y calada: el mundo se derrumba. El cuerpo se me sale del cuerpo. Y entonces sólo soy un filamento largo y pesado que se tiene que enfrentar a un mundo demasiado absurdo para valer la pena. Un filamento al que no le interesa, que prefiere echarse -los brazos bien abiertos- a un abismo terrible, a una corriente que lo arrastrará hasta un lugar no planeado. No llevo las riendas de nada.
Me duele, me angustia, me incomoda terriblemente la idea de vivir así, de ser así toda la vida. A mí me han amputado las extremidades, pero nadie a simple vista podría notarlo.
Sí, estoy triste. No, triste no: deprimida. Qué más da lo que pase afuera si apenas me importa lo qué pasa adentro. Sólo hay una certeza, esto duele, ciega y torpemente. No hay más.
Siempre he sido más bien un ser doliente. Muchas veces eso resulta un problema para la gente que está a mi alrededor, es como si sintieran la responsabilidad de ponerme bien, de tenerme contenta. Cuando en realidad no hay nada que pueda hacerlo, sólo una receta médica: salidas para hacer que mi cerebro funcione debidamente. Me gustaría tener a alguien que lo entendiera, que me quisiera aún cuando soy un ser horrendo que llora y que arrastra su sombra como una cobija pesada a las espaldas. Alguien que supiera que sólo necesito calor y compañía.
Es una enfermedad, lo dijo una doctora y luego otra y luego un doctor y luego un terapeuta. Y como tal debería de tratarla, debería de tomar medicamentos y tratar de asumirme así y saber que a veces pasa y que es parte de vivir conmigo. Pero no puedo. Veo a la otra gente, que lleva sus vidas en orden, que pueden señalar exactamente porque les duele lo que les duele y sé que no es normal, que esto que me crece dentro es algo imparable, que ni todas las píldoras del mundo lograrán apaciguar. Me niego a ser ésta. Me niego a ser yo.
No es nada en específico, son tonterías, cotidianidades, un cambio de iluminación, una frase soltada entre calada y calada: el mundo se derrumba. El cuerpo se me sale del cuerpo. Y entonces sólo soy un filamento largo y pesado que se tiene que enfrentar a un mundo demasiado absurdo para valer la pena. Un filamento al que no le interesa, que prefiere echarse -los brazos bien abiertos- a un abismo terrible, a una corriente que lo arrastrará hasta un lugar no planeado. No llevo las riendas de nada.
Me duele, me angustia, me incomoda terriblemente la idea de vivir así, de ser así toda la vida. A mí me han amputado las extremidades, pero nadie a simple vista podría notarlo.
Sí, estoy triste. No, triste no: deprimida. Qué más da lo que pase afuera si apenas me importa lo qué pasa adentro. Sólo hay una certeza, esto duele, ciega y torpemente. No hay más.
viernes, 21 de enero de 2011
Luvina
Ayer, camino a casa, me encontré un cachorro. Un cachorro adorable. Desde que entraron a robar a mi casa quiero un perro. No. Miento: desde siempre quiero un perro; desde que me cambié de casa me decidí por conseguir uno. Callejero, adulto, macho. Y no, la cosa que recogí sí es de la calle, pero es hembra y es un cachorro. Aborté la idea de llamar Hombre a mi mascota (sí, para todos esos chistes de el Hombre me espera y el Hombre de la casa y voy a salir con el Hombre) y la llamé Luvina.
También ayer, en terapia, hablaba sobre mi torpeza emocional, de mi rechazo a la idea de tener hijos. Soy la persona más tiesa del mundo, no sé hacer cariños sin sentirme un robot, no sé hablarle con dulzura a la gente. Y me encantaría. A veces lo intento. A veces funciona. Una vez, hablando con un quever que estaba estrenando, ya muy borracha me animé a preguntar:
-¿Se nota que no estoy acostumbrada al contacto humano?
-Muy cabrón. -Contestó de inmediato. Me dio risa, pero me sentí brevemente triste: no está chido tener atrofiado el sistema enseñador de emociones. Los güeyes se cansan de abrazar mi cuerpo petrificado al contacto, un cuerpo al que le cuesta ir cediendo. No, no es una cosa sexual, es de emociones.
Otra vez, otro fulano que era mi amigo desde hacía mucho tiempo me vio salir borracha de un bar para sentarme en la banqueta a acariciar un perro. ¡Pum! Se enamoró de mí.
-No pensé que fueras capaz de tanta ternura. -Me dijo tiempo después cuando recordábamos el suceso. Y es que los animales me despiertan esa emotividad. Deberían ver con qué cariño, con qué ternura, con que seguridad absoluta acaricio ahora el lomo pulgoso de Luvina. Supongo que es porque, muy en el fondo, sé que si uno es bueno con los animales los animales te van a querer de vuelta sí o sí. Supongo que en el fondo sólo soy una muchachita a la que le han dado fuertes chingadazos emocionales (ah, yo y mis problemas burgueses) y está acobardada en una parte de ella que no puede controlar. Y no sólo lo supongo: casi lo sé. Me da miedo que la gente vea que estoy sintiendo cosas, me da miedo explicitarlo. Es un miedo primario, casi animal que no puedo controlar. Que se supone estoy aprendiendo a controlar.
Quiero ver, ojalá que sí, si teniendo un perro en casa despertándome a cada rato una ternura y unas ganas de hacerle piojito, sobarle la barriga, los cachetes, incontrolables, logro acelerar el proceso. Logro pasar a los humanos. Ojalá que sí. Uno siempre tiene un par de brazos ajenos a los que le encantaría saltar.
También ayer, en terapia, hablaba sobre mi torpeza emocional, de mi rechazo a la idea de tener hijos. Soy la persona más tiesa del mundo, no sé hacer cariños sin sentirme un robot, no sé hablarle con dulzura a la gente. Y me encantaría. A veces lo intento. A veces funciona. Una vez, hablando con un quever que estaba estrenando, ya muy borracha me animé a preguntar:
-¿Se nota que no estoy acostumbrada al contacto humano?
-Muy cabrón. -Contestó de inmediato. Me dio risa, pero me sentí brevemente triste: no está chido tener atrofiado el sistema enseñador de emociones. Los güeyes se cansan de abrazar mi cuerpo petrificado al contacto, un cuerpo al que le cuesta ir cediendo. No, no es una cosa sexual, es de emociones.
Otra vez, otro fulano que era mi amigo desde hacía mucho tiempo me vio salir borracha de un bar para sentarme en la banqueta a acariciar un perro. ¡Pum! Se enamoró de mí.
-No pensé que fueras capaz de tanta ternura. -Me dijo tiempo después cuando recordábamos el suceso. Y es que los animales me despiertan esa emotividad. Deberían ver con qué cariño, con qué ternura, con que seguridad absoluta acaricio ahora el lomo pulgoso de Luvina. Supongo que es porque, muy en el fondo, sé que si uno es bueno con los animales los animales te van a querer de vuelta sí o sí. Supongo que en el fondo sólo soy una muchachita a la que le han dado fuertes chingadazos emocionales (ah, yo y mis problemas burgueses) y está acobardada en una parte de ella que no puede controlar. Y no sólo lo supongo: casi lo sé. Me da miedo que la gente vea que estoy sintiendo cosas, me da miedo explicitarlo. Es un miedo primario, casi animal que no puedo controlar. Que se supone estoy aprendiendo a controlar.
Quiero ver, ojalá que sí, si teniendo un perro en casa despertándome a cada rato una ternura y unas ganas de hacerle piojito, sobarle la barriga, los cachetes, incontrolables, logro acelerar el proceso. Logro pasar a los humanos. Ojalá que sí. Uno siempre tiene un par de brazos ajenos a los que le encantaría saltar.
domingo, 9 de enero de 2011
Familia
Siempre me ha parecido una cursilería afectada eso de que los amigos son familia que uno elige. Sin embargo es casi verdad, sólo que uno tampoco los elige, los amigos llegan y se imponen. Ya están elegidos desde nuestro modo de ser, supongo.
A los 18 años recién cumplidos dejé la casa de mis papás y me vine a vivir a otra ciudad en la que no tenía lazos con nadie. Vine con mi novio de entonces con quien corté a los pocos meses. Me quedé absolutamente sola.
El día que corté con Manuel (¡Hola Manuel!), decidí que no dejaría que mi tirazón a la mierda cambiara mi rutina: llegué muy puntual a mi clase de Modelos Literarios: Épica, caja de Kleenex en mano y llorando incómoda y en silencio. La Divina Comedia, de eso era la clase y eso parecía. Del otro lado de la clase dos pares de ojos me veían angustiados. Saliendo, ella y él me invitaron al cine, fuimos a ver un documental sobre la Franja de Gaza pero yo sólo tenía ojos para decantarlos en mis Kleenex. Ya no me separaría de esos dos fulanos. Mariel y Beto fueron, por mucho tiempo, lo único a lo que podía aferrarme con ciega confianza. Luego llegaron otras personas.
Pienso que lo que tengo con ellos es un lazo fortísimo, comparable, únicamente, al lazo que siento con mi familia. La situación de ellos era similar a la mía: gente sola en un lugar donde no conocían a nadie. Un par de años después conocimos a Voi, un biólogo neurótico y ácido que se ganó mi corazón a la primer ironía. Luego Bodo, un mexico-alemán que adopta perros callejeros y es el mayor conocedor de música del mundo.
Estoy de mudanza, sacando papeles viejos, metiéndolos en cajas. Mi historia aquí es mi vida con ellos. Bodo me ayudó hoy a pasar unas cosas de una casa a la otra y, en un acto cotidiano, comentábamos a los demás. De pronto pensé que era domingo, que la gente pasa el domingo con sus familias y que justo eso estaba haciendo: soy una muchacha apegada a su familia.
A los 18 años recién cumplidos dejé la casa de mis papás y me vine a vivir a otra ciudad en la que no tenía lazos con nadie. Vine con mi novio de entonces con quien corté a los pocos meses. Me quedé absolutamente sola.
El día que corté con Manuel (¡Hola Manuel!), decidí que no dejaría que mi tirazón a la mierda cambiara mi rutina: llegué muy puntual a mi clase de Modelos Literarios: Épica, caja de Kleenex en mano y llorando incómoda y en silencio. La Divina Comedia, de eso era la clase y eso parecía. Del otro lado de la clase dos pares de ojos me veían angustiados. Saliendo, ella y él me invitaron al cine, fuimos a ver un documental sobre la Franja de Gaza pero yo sólo tenía ojos para decantarlos en mis Kleenex. Ya no me separaría de esos dos fulanos. Mariel y Beto fueron, por mucho tiempo, lo único a lo que podía aferrarme con ciega confianza. Luego llegaron otras personas.
Pienso que lo que tengo con ellos es un lazo fortísimo, comparable, únicamente, al lazo que siento con mi familia. La situación de ellos era similar a la mía: gente sola en un lugar donde no conocían a nadie. Un par de años después conocimos a Voi, un biólogo neurótico y ácido que se ganó mi corazón a la primer ironía. Luego Bodo, un mexico-alemán que adopta perros callejeros y es el mayor conocedor de música del mundo.
Estoy de mudanza, sacando papeles viejos, metiéndolos en cajas. Mi historia aquí es mi vida con ellos. Bodo me ayudó hoy a pasar unas cosas de una casa a la otra y, en un acto cotidiano, comentábamos a los demás. De pronto pensé que era domingo, que la gente pasa el domingo con sus familias y que justo eso estaba haciendo: soy una muchacha apegada a su familia.
jueves, 6 de enero de 2011
Espejo
Esta soy yo. Este es mi cuerpo de veintitrés años. Cuerpo que tuve que tatuar para ligarme emocional y semánticamente con él. Le temo a los cuerpos. Al mío en primer lugar: lo concibo como un ser ajeno que me habita. Ahora, por ejemplo, tengo la bien conocida sensación corporal de la depresión: los brazos largos, el espasmo en el pecho, la implosión; sin embargo, es como si la sensación estuviera en otro lado, como si sólo lo supiera discursivamente.
Necesito encontrarme, encontrar mi cuerpo, encontrar que este saco absurdo y torpe en el que estoy atrapada es mucho más que eso. Que este saco también soy yo. Sólo soy la parte de mi cuerpo que observo: unos tennis y unas uñas rojos. Es como si nunca hubiera naturalizado el tener cuerpo. Sí, así de absurdo.
Hay un miedo irracional que siento cuando alguien estrecha mi cuerpo, en el ánimo que sea. Es como sí, al encontrarlo yo extraño, todos los fuesen a encontrar poco natural e inhumano. Y por otro lado me gusta el abrazo, me gusta la sensación de un cuerpo ajeno que me haga sentirme en el mío. Pero no puedo evitar crisparme, moverme casi robóticamente. ¿Cuándo me amputaron el cuerpo? ¿Cuándo me arrancaron, como una mala hierba, mi vientre con su cicatriz, mis hombros huesudos? ¿Quién me clausuró el cuerpo?
No me pertenece, no lo conozco, no sé tratarlo y me asusta. Me aterra pensar todo lo que ocurre dentro, todo lo que no puedo ver y pasa en mí, lo que no puedo controlar, sus procesos, sus errores, el dolor que de pronto me parte la cabeza a la mitad como un hachazo asesino.
Mi mayor miedo es a mí misma. Si cuando te acercas sientes una muralla, no es personal, es que en efecto la hay.
Necesito encontrarme, encontrar mi cuerpo, encontrar que este saco absurdo y torpe en el que estoy atrapada es mucho más que eso. Que este saco también soy yo. Sólo soy la parte de mi cuerpo que observo: unos tennis y unas uñas rojos. Es como si nunca hubiera naturalizado el tener cuerpo. Sí, así de absurdo.
Hay un miedo irracional que siento cuando alguien estrecha mi cuerpo, en el ánimo que sea. Es como sí, al encontrarlo yo extraño, todos los fuesen a encontrar poco natural e inhumano. Y por otro lado me gusta el abrazo, me gusta la sensación de un cuerpo ajeno que me haga sentirme en el mío. Pero no puedo evitar crisparme, moverme casi robóticamente. ¿Cuándo me amputaron el cuerpo? ¿Cuándo me arrancaron, como una mala hierba, mi vientre con su cicatriz, mis hombros huesudos? ¿Quién me clausuró el cuerpo?
No me pertenece, no lo conozco, no sé tratarlo y me asusta. Me aterra pensar todo lo que ocurre dentro, todo lo que no puedo ver y pasa en mí, lo que no puedo controlar, sus procesos, sus errores, el dolor que de pronto me parte la cabeza a la mitad como un hachazo asesino.
Mi mayor miedo es a mí misma. Si cuando te acercas sientes una muralla, no es personal, es que en efecto la hay.
martes, 4 de enero de 2011
Beatnik
Escribí esto hace unos meses pero he estado pensando mucho en esto y pos lo reciclo pos qué.
*Advertencia a mi considerado lector: no sé hacia dónde va este post. No tiene una idea fija y, como si en sí mismo fuera un beatnik, irá a hasta dónde las ganas o el morbo lo dejen botado.
1. Este es el mundo:
O, por lo menos, una parte pequeñísima de él. ¿Qué es lo más grande que, con nuestros ojos, hemos visto? ¿El mar? ¿Una inmensa ciudad que va creciendo bajo nuestros pies mientras despegamos torpemente en un avión? Nada, nada que nuestros ojos hayan visto es tan grande como el mundo. Me imagino que si uno pudiera ser realmente consciente del tamaño de la Tierra se volvería loco. Pobrecillos los astronautas que ven tanta inmensidad con unos ojos hechos para ver lo fragmentado, que no nacieron para el absoluto.
Por si fuera poco su tamaño de Titán, la Tierra cometió la putada de ser esférica. Cómo si, burlándose de nosotros, nos impidiera poder marcar un inicio un un final. La Tierra infinita que nace con cada paso que damos. Pienso en los mapas antiguos, dónde aparecía el fin de la Tierra y monstruos terribles se usaban para decorar las zonas que el hombre desconocía.
¿En sus mapas, cuánto espacio estaría habitado por dragones? ¿Cuántos lugares precisos podrían marcar en el mapa inmenso diciendo: "sé que este lugar existe y no es un invento plagado de monstruos porque mis pies han estado ahí"? ¿Veinte? ¿Ochocientos? ¿Siete mil docientos veintiuno? ¿Y en porcentaje? Yo no pasaré de un 5% del globo terráqueo. Vivo en un mundo lleno de dragones.
2. A veces pienso en los beatniks y una nostalgia de como quinientos años me cae encima. Pienso en Kerouac y su necesidad absoluta de viajar, de mantenerse en movimiento, como si en el viaje geográfico estuviera implícito otro viaje, mucho más hermoso y no menos inmenso, un viaje hacia una comprensión de yo, hacia la no circunstancia, el estado más puro del ser. Eran seres terriblemente libres en una época en la que la libertad significaba otra cosa que ahora no comprendemos. A veces, los pobres, perdidos en ese infinito de libertad se sentían sofocados, como absorbidos por un todo absoluto y tremendo que no podían asir con las manos. Pero eran libres. Dolorosa y locamente libres.
3. De algún modo, siento esta necesidad de viajar. Este impulso de libertad, de la libertad que da el espacio infinito. A veces, me quedo frustrada, por horas, viendo el pequeño pueblo dónde vivo en un mapa que voy haciendo cada vez más y más grande. Pienso que el mundo es tan ancho y a la vez, tan ajeno. Tengo tantas ganas de poseerlo todo, de pisarlo, de nadarlo, de correrlo. A veces, me encantaría que un beatnik me robara en su motocicleta y me llevara a recorrer el mundo. Esta hambre que tengo, señores, es un hambre insaciable que viene de atrás, desde hace muchos años, esta hambre que tengo, señores, es un hambre que el vive en las tripas del hombre desde que, en algún planisferio dibujó el primer y terrible dragón de la impotencia.
*Advertencia a mi considerado lector: no sé hacia dónde va este post. No tiene una idea fija y, como si en sí mismo fuera un beatnik, irá a hasta dónde las ganas o el morbo lo dejen botado.
1. Este es el mundo:
O, por lo menos, una parte pequeñísima de él. ¿Qué es lo más grande que, con nuestros ojos, hemos visto? ¿El mar? ¿Una inmensa ciudad que va creciendo bajo nuestros pies mientras despegamos torpemente en un avión? Nada, nada que nuestros ojos hayan visto es tan grande como el mundo. Me imagino que si uno pudiera ser realmente consciente del tamaño de la Tierra se volvería loco. Pobrecillos los astronautas que ven tanta inmensidad con unos ojos hechos para ver lo fragmentado, que no nacieron para el absoluto.
Por si fuera poco su tamaño de Titán, la Tierra cometió la putada de ser esférica. Cómo si, burlándose de nosotros, nos impidiera poder marcar un inicio un un final. La Tierra infinita que nace con cada paso que damos. Pienso en los mapas antiguos, dónde aparecía el fin de la Tierra y monstruos terribles se usaban para decorar las zonas que el hombre desconocía.
¿En sus mapas, cuánto espacio estaría habitado por dragones? ¿Cuántos lugares precisos podrían marcar en el mapa inmenso diciendo: "sé que este lugar existe y no es un invento plagado de monstruos porque mis pies han estado ahí"? ¿Veinte? ¿Ochocientos? ¿Siete mil docientos veintiuno? ¿Y en porcentaje? Yo no pasaré de un 5% del globo terráqueo. Vivo en un mundo lleno de dragones.
2. A veces pienso en los beatniks y una nostalgia de como quinientos años me cae encima. Pienso en Kerouac y su necesidad absoluta de viajar, de mantenerse en movimiento, como si en el viaje geográfico estuviera implícito otro viaje, mucho más hermoso y no menos inmenso, un viaje hacia una comprensión de yo, hacia la no circunstancia, el estado más puro del ser. Eran seres terriblemente libres en una época en la que la libertad significaba otra cosa que ahora no comprendemos. A veces, los pobres, perdidos en ese infinito de libertad se sentían sofocados, como absorbidos por un todo absoluto y tremendo que no podían asir con las manos. Pero eran libres. Dolorosa y locamente libres.
3. De algún modo, siento esta necesidad de viajar. Este impulso de libertad, de la libertad que da el espacio infinito. A veces, me quedo frustrada, por horas, viendo el pequeño pueblo dónde vivo en un mapa que voy haciendo cada vez más y más grande. Pienso que el mundo es tan ancho y a la vez, tan ajeno. Tengo tantas ganas de poseerlo todo, de pisarlo, de nadarlo, de correrlo. A veces, me encantaría que un beatnik me robara en su motocicleta y me llevara a recorrer el mundo. Esta hambre que tengo, señores, es un hambre insaciable que viene de atrás, desde hace muchos años, esta hambre que tengo, señores, es un hambre que el vive en las tripas del hombre desde que, en algún planisferio dibujó el primer y terrible dragón de la impotencia.
lunes, 3 de enero de 2011
Casa
Durante toda mi vida he vivido en un total de quince casas, cuatro ciudades y dos países. Como es de esperarse, no tengo muy desarrollado mi sentido de pertenencia. Próximamente haré una nueva mudanza, tendré que iniciar –una vez más– el torpe ejercicio de meter mi vida en cajas de pañales, de huevo, de galletas. Hace un par de semanas alguien se metió a mi casa a robar conmigo adentro, aunado a un vecino incómodo y perturbadoramente desequilibrado, el lugar en el que vivo perdió la cualidad de casa. No me siento tranquila ahí.
De niña me gustaba ir como nómada brincando de un lugar al otro, recuerdo pasar cumpleaños entre cajas de cartón bien rotuladas con títulos como “Juguetes Ale” o “cosas baño”. Me he vuelto una especialista en las mudanzas. Hace varios cambios de casa que no me gusta la idea de estar cambiando de domus. Apenas empiezo a volver un lugar mi casa cuando por algún incidente tengo que mudarme. Sólo una vez me he mudado por mi propio gusto.
Hace tres años vivo sola, antes de eso viví con amigos, con un novio que no sé si sí era mi novio, con mis padres e incluso con mis abuelos. Me gusta la idea de habitar un espacio que es sólo mío. Sin embargo, a veces, me gusta la idea de tener una pareja, de tener una casa que sea nuestra y no sólo mía. Llegar derrotada al final del día y que haya alguien, igual o más derrotado, esperándome en un espacio dónde quedan ajenas todas las dificultades de la escuela, del trabajo; donde hay unas dificultades propias y domésticas. Siempre olvidas llamarle al gas, te tocaba a ti pagar la luz o por favor no dejes la pasta de dientes mal apachurrada. Cerrar la puerta y que nuestros cuerpos toquen cada una de las paredes del lugar. Supongo que es una señal de que me hago mayor.
Por el momento estoy sola, la experiencia me ha enseñado que no puedo vivir con cualquier persona, que soy muy quisquillosa dentro de mi caos, dentro de mi polvo bajo los muebles y mis calcetines regados por todos lados. Pero sé que quiero vivir con alguien, no con cualquiera, con alguien que sienta un cariño arrasador por mis calcetines sucios, por mi poca pericia para barrer el polvo de debajo de los sillones. Una persona con quien se pueda dormir bien y con quien se pueda no dormir. Ya llegará.
Si todo sale bien, en un par de semanas estaré instalada en un nuevo lugar, tendré que iniciar, desde el principio, el proceso de adueñamiento, colgar la manita de latón que cargo a todos lados, el Ganesha al que a veces le pongo gerberas en un acto entre tierno y esnob. Desvelarme con cervezas ahí, llorar, besuquearme con algún muchachón, hacer de comer, recibir amigos. Todas esas cosas que hacen que un espacio se vuelva una casa. Me da mucha pereza, casi no quiero. Pero quiero. También sé que esta mudanza no es la última, que me faltarán unas más, varias más. Así que ya sabes, oh fulano hipotético, no te tardes en conocerme para que nos mudemos a una casa que sea Casa.
De niña me gustaba ir como nómada brincando de un lugar al otro, recuerdo pasar cumpleaños entre cajas de cartón bien rotuladas con títulos como “Juguetes Ale” o “cosas baño”. Me he vuelto una especialista en las mudanzas. Hace varios cambios de casa que no me gusta la idea de estar cambiando de domus. Apenas empiezo a volver un lugar mi casa cuando por algún incidente tengo que mudarme. Sólo una vez me he mudado por mi propio gusto.
Hace tres años vivo sola, antes de eso viví con amigos, con un novio que no sé si sí era mi novio, con mis padres e incluso con mis abuelos. Me gusta la idea de habitar un espacio que es sólo mío. Sin embargo, a veces, me gusta la idea de tener una pareja, de tener una casa que sea nuestra y no sólo mía. Llegar derrotada al final del día y que haya alguien, igual o más derrotado, esperándome en un espacio dónde quedan ajenas todas las dificultades de la escuela, del trabajo; donde hay unas dificultades propias y domésticas. Siempre olvidas llamarle al gas, te tocaba a ti pagar la luz o por favor no dejes la pasta de dientes mal apachurrada. Cerrar la puerta y que nuestros cuerpos toquen cada una de las paredes del lugar. Supongo que es una señal de que me hago mayor.
Por el momento estoy sola, la experiencia me ha enseñado que no puedo vivir con cualquier persona, que soy muy quisquillosa dentro de mi caos, dentro de mi polvo bajo los muebles y mis calcetines regados por todos lados. Pero sé que quiero vivir con alguien, no con cualquiera, con alguien que sienta un cariño arrasador por mis calcetines sucios, por mi poca pericia para barrer el polvo de debajo de los sillones. Una persona con quien se pueda dormir bien y con quien se pueda no dormir. Ya llegará.
Si todo sale bien, en un par de semanas estaré instalada en un nuevo lugar, tendré que iniciar, desde el principio, el proceso de adueñamiento, colgar la manita de latón que cargo a todos lados, el Ganesha al que a veces le pongo gerberas en un acto entre tierno y esnob. Desvelarme con cervezas ahí, llorar, besuquearme con algún muchachón, hacer de comer, recibir amigos. Todas esas cosas que hacen que un espacio se vuelva una casa. Me da mucha pereza, casi no quiero. Pero quiero. También sé que esta mudanza no es la última, que me faltarán unas más, varias más. Así que ya sabes, oh fulano hipotético, no te tardes en conocerme para que nos mudemos a una casa que sea Casa.
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